Hoy traigo a mi cabeza fragmentos de paisajes. Y rumores. De agua, del viento en las hojas, de la pisada en la piedra. El sonsonete amarillo de los pájaros. O los cencerros eventuales de los prados donde pastan las vacas al sol, en su pesado sosiego. Tengo el monte en la entretela de mi retina.
Hoy no es el tiempo sino de la gratitud. De la gratitud de lo vivido. De los momentos cosechados
Hoy visito miles de postales, como en un álbum, que se me presentan. No están desvaídas: son enteras y brillantes. Corpóreas.
Hoy no es el tiempo sino de la gratitud. De la gratitud de lo vivido. De los momentos cosechados. El momento en el que aquella respiración forzada que nos daba vida, siga dándonosla en la evocación.
Es el momento de la contemplación serena del presente. Del ir día a día, a la espera, sin mayor pretensión. El momento de subirse a esa cima, mentalmente, y recordarse: esto también pasará.
Si alguna vez han compartido líneas conmigo, ya sabrán cuánto del presente soy. Cuánto de retener en las sensaciones del cuerpo lo que se nos ofrece. Cuánto he respirado aire fresco, y he mirado los verdes; cuánto me he fijado en el detalle de una hoja, o en la rareza de una piedra. Cuánto he gozado de una compañía, de un abrazo, de una sonrisa. Como si algún día pudieran no estar más ahí. Como si me pudieran faltar.
No voy a mentir. En mi imaginación, si yo me atrevía a adelantar motivos, pensaba en desgracias individuales. En accidentes. En enfermedades. En muertes, que sobrevienen y que nos arrancan. Jamás pensé en este confinamiento presente.
Pero de él también estoy dispuesta a retener lo que me ofrezca.
Siento gratitud por todo lo vivido.
Y valoro mi capacidad de revivir: con los ojos cerrados, con mi respiración pausada, visito en mi cabeza cada rincón de un recorrido. Mis adoradas huertas, mi pico Trevenque, mis arenales de los Alayos… mi Mulhacén, mi Veleta.
Tengo toda una geografía en mi interior, con sus colores, con sus aires: ahora tan cálidos y primaverales. Tengo las voces de mis compañías, de los que hacían por verme a pesar de mi lentitud (gracias: Emilio, Álvaro; gracias Vanesa; gracias Jesús). Tengo los madrugones con Pablo, los desayunos de avena. Tengo mis pulsaciones descontroladas. Ahora, ahora que me figuro, en este momento justo cuando escribo, subir por el pico de la Carne, con esta luz de marzo, con sus ramas por el suelo, con su presencia indiferente.
Tengo el abrazo de mi madre. Tengo su olor en mi nariz. Y el palmetazo en la mano de mi sobrina, que no quiere besos. Tengo a mi hermana esperándome en casa, con su “¡Hola Nire!”, y su sonrisa tan indispensable para mí.
Tengo los ratos por la Vega de Granada. Tengo el dar vueltas por el circuito del parque. Tengo los segmentos de strava aguardando a que me haga mejor.
Y a mis alumnos. A los que acompaño estos días cambiando sus caras por sus palabras en un ordenador. Sus ojos interesados, angustiados, o indiferentes ahora solo en mi imaginación. La rutina de sus voceríos en los pasillos, de los conflictos humanos, del leer poesía, de la reflexión adulta sobre el mundo que nos toca. Y qué difícil de comprender es.
Tengo la determinación de que toda crisis es una oportunidad. De que la dificultad no forja al hombre, sino que lo revela.
Y tengo la voluntad de dar lo mejor de mí. De cuidar mi cuerpo. De ponerme al sol un rato cada día. De seguir trabajando desde mi ordenador. De acompañar a otros, desconcertada como estoy, en su desconcierto. Tengo la necesidad de cumplir mi horario. De leer, de escribir. De velar por mi sueño. De contactar con las personas a quienes amo (mi hermana, mi hermano, mis sobrinos, mi madre, mi marido), de amar profundamente a mis amigos. De crecerme en estas circunstancias en las que no salir de casa va a ser seguramente la más nimia anécdota de lo que vendrá.
Sumemos. Que lo que se ponga en cuarentena, sea el loco mundo en el que miramos para otro lado ante los problemas de los otros, como si nada tuvieran que ver con nuestras vidas.
No voy a quejarme de nada, de nada de la vida. Tan solo la voy a asumir. Y a querer ser mejor; y a ofrecerme para ayudar.
Porque no era necesario que fuera de un modo tan tenebroso, pero algo tenía que cambiar, y sin haber escogido esta forma: bien está.
Seamos mejores.
Demos ejemplo a nuestros niños.
Dejemos de tomar decisiones egoístas.
Dejemos de aprovechar el momento para la reivindicación personal, para la crítica sin escrúpulos, para el aprovisionamiento demencial.
Sumemos. Que lo que se ponga en cuarentena, sea el loco mundo en el que miramos para otro lado ante los problemas de los otros, como si nada tuvieran que ver con nuestras vidas. Que lo que se ponga en profunda revisión sea el hecho de que nos espantemos ahora, sin gratitud alguna hacia los recursos brutales que aún tenemos: una casa donde guarecernos, cuando tantos esperan a la intemperie.
Dónde está nuestra madurez.
Dónde nuestra voluntad de mejorar el mundo.
Dónde nuestro arrimar el hombro. Para crecernos en la adversidad.
No es el momento de llorar. Habrá que aceptar. Y remar en una dirección. Y entre tanto, encapsular el frío de nuestro corazón con la certeza de que nos caiga como nos caiga, somos unos afortunados.