A mí me gustan las redes sociales. No lo voy a negar. Me mantienen en contacto con amigos que ahora están en otras tierras, veo qué es de sus vidas, cómo les va. Me asomo un poco a lo que me quieran enseñar, y yo también les enseño alguna cosa. Además, leo artículos que se comparten (hay que cribar mucho, eso sí, pero he llegado a tener entre mis contactos a algunos que considero verdaderas autoridades, cuyas publicaciones leo y sigo siempre por parecerme fidedignas, por ser de mi agrado); también he alcanzado a contactar con personas que de otro modo jamás se habrían cruzado en mi camino, y no voy a decir con letras gordas que son mis amigos, pero no voy a negar tampoco que los aprecio, que me interesan, y que a veces les pregunto privadamente qué tal les va la vida. Me gusta saber de ellos. Me gusta saber que les va bien. Y todo eso, es para mí una ventaja, sin la cual podría yo vivir, sin duda, pero que me gusta que exista.
A veces las redes sirven también para dar voz, para dar visibilidad a dificultades (mi amiga Ñusi Martos Ortega se comprometió con la ELA por su amigo Jorge Abarca, e hizo la tía su subida al Pico Veleta, sus 50 kilometrazos, para que la gente hablara de su gesta no por su gesta, sino por los que pueden encontrar en ella alivio y también apoyo, y ahí estaban las redes, difundiendo y canalizando esta información).
Estas mismas letras les llegan ustedes a través de un medio que en mi adolescencia jamás habría soñado. Una vía sencilla para el pensamiento. Qué privilegio. Que una reflexión, más o menos hilada (con mayor o menor valor, eso no me corresponde a mí decirlo) permita un modo de diálogo entre personas que se prestan a él, y que usan estas plataformas de hoy en día como canales posibles... A mí no solo me gusta, sino que me parece una maravilla.
Y luego está el posado. O “postureo”, como lo queramos llamar. Bueno, tampoco nos pongamos tremendos con él. Ese puntito lo gastamos todos: hasta una foto de un paisaje revela información sobre nosotros. Qué nos gusta. Qué nos conmueve. Qué queremos comunicar. Qué queremos dar a entender a los demás respecto a todo lo anterior. Estar en las redes es posar. Es elegir constantemente nuestro lado fotogénico (nuestra ideología, nuestros intereses, nuestros gustos, nuestras preocupaciones…). A veces reflexionamos. O compartimos reflexiones. Y nos retratamos. Continuamente nos retratamos. Y se sacan conclusiones sobre nosotros, inferidas de los datos que ofrecemos. Así, intentamos que esa composición lo sea de lo que consideramos mejor en nuestra globalidad humana.
A partir de ahí, las carreras son para la mayoría, un filón.
Creo que deberíamos correr para nosotros mismos. Creo que se evitarían situaciones inconvenientes si con nuestras mimbres, intentáramos enhebrar cada uno nuestro cesto, para nosotros, sin compararnos y sin esperar aplauso. Porque exigirse realizar una determinada prueba para que conste entre nuestros conocidos, nos lleva a esfuerzos a veces incluso peligrosos. Las redes pueden ser un punto más de motivación. A mí no solo no me parece mal, sino que me parece bien que alguien que quiere ser un poco mejor cada día, pula su modo de vivir, y muestre el resultado de su esfuerzo. Que la humanidad esté en proceso de mostrarse esforzada, luchadora y motivada, no puede ser malo per se. Si detrás de ello hay verdad, benditas redes, cuyo espejo queremos que arroje nuestras mejoras, nuestros progresos, nuestro poco a poco. Porque prometo que siento gozo con el gozo de otros. La felicidad ajena me hace feliz, y me gusta verla. Las mejoras resultantes del esfuerzo son gozosas. Me gusta que me hagan partícipe. Sobre todo si tras su apariencia, hay verdad.
Pero, como todo paraíso tiene su serpiente, por otro lado están las perversiones de estos gestos. Está ese vivir cara a la galería que nos lleva a actuar como el dandi romántico, que ante el espejo estudiaba su rostro, y ensayaba su lágrima. Los hay que programan su vida en torno a la publicación. Que no pueden dejar pasar un día sin una instantánea de su felicidad, de su buen hacer, de su esfuerzo constante. Los hay que creen que acaso estamos los demás pendientes, que acaso los demás echamos en falta si durante una jornada no publican qué han hecho, qué han dicho, qué han respirado… Los hay (conozco algún caso muy cercano, lo juro) que se visten y se equipan, que se hacen la foto y que se vuelven a cambiar para quedarse en casa, pero cuelgan que son megafelices, megaeficientes y megadisciplinados. Como si algo fuera a suceder por su ausencia de las redes. Y como si en realidad, a alguien le importara un carajo.
Los hay que no se apuntan a carreras más cortas de X kilómetros porque, según creen, están carentes de épica. Y que luego te cuentan que se esguinzaron a mitad, pero que siguieron, con su pelo en pecho, apretando los dientes, porque, oye, si no el mundo, es capaz de dejar de dar vueltas…
Partamos de la base de que creo firmemente que todo ser humano es respetable. Otra cosa es que yo considere respetable sus ideas o su modo de proceder. Pero me parece (y es defecto mío) inexplicable que necesitemos exponer qué somos a los demás de un modo tan constante. A tripa abierta.
A veces entro en mis redes, y no veo sino fotos y fotos, todas idénticas, todas iguales, de personas realizando gestas únicas. Nuestra necesidad de protagonismo, genera ruido. Y en nuestro afán de querer ser alguien, de querer significarnos, no somos nadie. Porque capaz que lo que de verdad importa, esté en otro sitio. Capaz que nadie mire. Capaz que nadie lea. Capaz que al final no seamos sino un festival absurdo de gozo impostado, de esfuerzos sobreactuados y de posados constantes. Con nuestros morritos. Vaya a ser que no salgamos bien.
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