Desde el puerto, las luces del paseo pintaban de un naranja alargado las siluetas de los veleros sobre el mar. Frente a nosotros, la majestuosa fortaleza que, con sus cuestas, sus curvas y sus infinitos escalones, volvería a defender Ibiza de más de trescientos corredores que aspiraban a conquistar la capital.
Había escuchado hablar de la belleza de una carrera nocturna, pero como todo, hay que vivirlo para sentirlo.
El primer estremacimiento llegó a mi piel al ver una gran serpiente blanca recorriendo las curvas colina arriba. Miré hacia atrás como un niño sorprendido. Me iluminó un larga y tendida cola de los destellos de los frontales que atravesaban la villa hasta casi llegar al puerto, dibujando cada loma, cada giro, cada imperfección, cada sinuoso éxtasis urbano. No lo supe aquella noche, pero aquel lugar tan mágico no podía ser otro que la antigua necrópolis.

La invasión comenzó, como antaño, desde la costa. Las luces traseras trazaban un hilo rojo sobre las rocas de la playa iluminándola, como si fuésemos un faro humano para barcos, una lengua de lava cayendo desde lo alto y correteando entre las piedras hasta llegar al mar. Me hubiese encantado ser alguno de los veleros anclados en la oscuridad para ver el gusano de luces que recorría de arriba abajo la ciudad.
Llegamos al momento de enfrentarnos a la gran fortaleza. Las luces sobre las murallas se extendían como largas y difuminadas pinceladas. Los cientos o miles de escalones, cortos y largos; de giros, pliegues y estrecheces hicieron el asalto duro y trabajoso. En la primera vuelta tenía la sensación de estar recorriendo todos los recovecos de la ciudad. En la segunda sentí soledad coronando los oscuros tejados del castillo. En la vida, como en el trail, a medida que avanza la carrera sueles quedarte un poco más sólo.
Y finalmente, la ciudad se dejó conquistar, por unos antes que por otros. La llegada al puerto fue una gran fiesta; habíamos conseguido completar con éxito la primera de las pruebas de aquellos tres días de carreras.
El sábado fue el momento para la larga distancia en el interior de la isla. Era una mañana de pocos colores, pero tres de ellos muy intensos. El primero el dorado reflejo del sol en el mar que veíamos mientras cresteábamos las colinas ibicencas. El puerto, con sus veleros, se insinuaba a lo lejos, detrás del verde de las numerosas montañas de pino mediterráneo. El rosa en forma de camiseta solía estar presente en cada cuesta, delante o detrás de mí hasta que a mitad de carrera tropecé y conseguí unos buenos galones en los hombros, magulladuras en las rodillas y raspazos en las manos, que me quedarían de recuerdo toda la semana. Mientras daba vueltas sobre mí mismo veía los verdes, los dorados y un rosa familiar, que se paró y me ayudó a terminar la carrera. Y de nuevo la amabilidad de la gente del trail.
Como otras las grandes contiendas, fue seguida de una tarde de celebración en la que se iban intercambiando las aguas por cervezas. Mientras todavía llegaban los corredores de la ultra, el #RockandRun inundaba de el pueblo cánticos, bailes y sonrisas. En la parte delantera del escenario, un padre jugaba con su hija a pegarle patadas a una lata de cerveza aplastada. Cuando se les escapó, el padre sacó otra lata, perfectamente aplanada del bolsillo de su chaqueta, la tiró al suelo y siguió jugando con ella. Fue una gran noche en San Josep de sa Talaia.

El último combate se libraba el domingo en el mar. Costeamos las calas de azul turquesa desde donde los veleros del puerto que vinieron a pasar el día observaban la procesión de los corredores. Mi intención inicial era correr solo, pero las carreras en pareja, como las carreras nocturnas, también hay que vivirlas para sentirlas. Desapareció la usual tranquilidad e introspección de encontrarme solo a mitad de camino que se cambió por un cálido acompañamiento, cuidado y apoyo en cada cuesta, en cada curva, en cada lábil canto del camino. Cambiaba el silencio del bosque por escuchar un “¿vas bien?”, cuando la respiración se agitaba; un “ya viene bajada”, cuando la subida parecía inacabable o un “ya queda poco”, cuando comenzaba a tropezar más de lo normal. Y subiendo unas escaleras, alguien gritó: “hoy es el día de la amistad” y así era correr en pareja: el de delante esperaba, velaba y se esforzaba por trazar un camino fácil para que el de atrás sólo tuviese que preocuparse de seguir el ritmo. Al más lento le tocaba pedirle a sus piernas más de lo que le solían ofrecerle y además hacerlo tratando de divertirse. Y como al final de una gran cruzada, se festeja que dos personas entrasen juntas y gloriosas a la meta después de haber conquistado una ciudad, de haber cresteado la cima y costeado el mar. Y aunque a veces nos creímos conquistadores, ese fin de semana nosotros fuimos los conquistados por la bella isla de Ibiza.