Hace días que no dejo de pensar en ti. O mejor: hace días que tus palabras no dejan de resonar dentro de mí. Rebotan en mi cráneo. De pared en pared, atrapadas, como un animal apresado que busca furiosamente la salida al exterior de una cárcel de cristal.
Querida Julia. Esta carta te la dirijo a ti. Pero también a mí. Y por extensión, a muchos que entre tú y yo van a ser testigos del juego al que me sometiste. Pero para ello no nos va a quedar más remedio que contextualizar. Porque nos leen. No estamos solas, Julia. Dejémonos acompañar.
Tú y yo estábamos en Covaleda (provincia de Soria). Confluimos en el lugar y el tiempo. Eso en sí no es del todo fácil: yo vivo a 6 horas de coche (según Google Maps). Tú, supongo yo, serás de aquella zona. Así, la chispa maligna que voltea mi cerebro desde entonces fue del todo fortuita. Yo podría no haber ido. No haber llegado. Haber llegado tarde. Tú podías haber decidido no estar allí en el último momento. Podría haberte surgido algo. Podías haberte aburrido de aquel acto público. Pero no. Allí estabas. Para apresarme en tu pregunta.
Por más señas, la organización de Desafío Urbión me había dado un rato para presentar mi libro (Correr es más que correr, dicho sea de paso, que compila todos estos articulillos míos de la Revista Trail Run, y otros tantos más) y yo gocé explicando su sentido. Qué son sus textos. Qué soy yo. Qué no soy yo. Y entre las cosas que dije que no me definían, precisamente, dije yo, era eso de correr. Yo correr, correr, ya lo he advertido muchas veces, corro poco. Yo me desplazo con mucha voluntad, de un punto a otro de un recorrido que me proponen. Como todo el mundo, pero más despacio. Y aprovecho esos largos ratos (larguísimos) para ver paisaje y para traerme cosas entre manos. O para traerme ideas a la cabeza.
Pues justo ahí llegas tú, Julia, y me sueltas, no a mí, pero hago mía directamente tu pregunta, como si la hubieras soltado a quemarropa para atribular mis neuronas: si un corredor en carrera suda, se acalambra, se esfuerza, se consume… si un corredor en carrera jura, se conduele, vomita, aprieta los dientes… si ese corredor madruga mucho para conjugar su vida con su vida de corredor… Si un corredor renuncia a ciertas cosas de comer, a ciertas cosas de beber, a ciertos ratos con amigos y familia… Si un corredor hace sacrificios… y al acabar la carrera, si la acaba, en el mejor de los casos obtiene una humilde chapa colgada de una cuerda… entonces, ¿qué coño pinta un corredor haciendo eso que hace un corredor?
Aclaro que Julia no formuló su pregunta así. Y mucho menos usó la palabra coño. Esa es de mi cosecha. Pero es que es así como se me formula a mí esta duda de la existencia. Así me la traduje yo. Así. Tal que así: ¿qué coño hago yo desplazando penosamente mi pobre y torpe cuerpo por kilómetros interminables?
Ay, querida Julia. Te he dedicado una carrera entera. Todo Desafío Urbión ha incubado tu pregunta. Cada paso que he ido dando, ha tenido la cadencia de tu voz. Cada gota de sudor. Cada amago de calambre. Cada moco que se me descolgaba y que limpiaba, cada latido. Cada amoroso latido de mi corazón te pensaba. Porque mi corazón quería llegar a meta, encontrarte y decirte: ya tengo una respuesta. ¿Sabes por qué? Porque te parezca buena o mala esa respuesta, quisiera yo poder convencerte de que vengas conmigo.
Corro porque me siento viva
Por eso quise darle forma a esa contestación. Y me puse a hacer listas. Listas de de cosas por las que corro. Algunas muy absurdas. Otras, muy desde la sinceridad más desgarrada. Y me dije, en cadencia, kilómetro a kilómetro, con palabras que aparecieron sin agolparse, como imágenes difusas, tan solo consteladas: corro. Porque me gusta mi cuerpo cuando corro. Me gusta alterar mi corazón. Y el sudor. Y el esfuerzo. Corro porque me siento viva. Porque me siento más joven cada año. Porque a veces me caigo. Porque no tuve infancia. Porque he construido una entre senderos que no recuerdo porque no tenían con qué existir en mi niñez. Corro porque no siento frustración desde que corro. Corro porque no me comparo con nadie. Porque a nadie le importa si corro a no. Porque me importa un bledo todo lo que me importa y me preocupa cuando corro. Corro porque J. está muerto. Y se murió de su propia muerte, y nadie le vio morir. Corro porque me acuerdo de Manuel. Porque quiero que todos donen médula. Corro por todos los que ya no corren: por sus lesiones, por sus enfermedades, por su inexistencia, por su incredulidad. Porque a veces corriendo me siento absolutamente sola, y feliz. Y absolutamente comprendida. O incomprendida. Y feliz. Corro porque a veces me frustra. Porque apenas mejoro mis tiempos. Porque soy torpe. Porque cuando corro en altura siento que el aire no se respira, sino que se bebe. Porque miro y veo. Porque hay un horizonte muy lejano a la pequeña caja de mi cráneo, que es en sí muy insignificante, y que no deja de serlo porque yo corra.
Julia, a decir verdad: no sé muy bien por qué carajo corro.
Pasé siete horas y media en carrera, allí por los picos de tu sierra querida, y no fui capaz de hacerte una respuesta.
Tendrías que haberte subido a mi pupila para ver la Laguna Negra. Para sentirla en hipoxia. Para acceder al Pico Urbión, con su nombre imponente, con su anchura de sierra brutal, accesible a mí, a mí que no soy nadie. Tendrías que haberte prendido a las válvulas de mi corazón dislocado, en su tronar incesante de medio colibrí, para sentirte así de viva. Así como yo me sentía. Tendrías que haberte agarrado a mis manos inseguras, asirte con ellas a las piedras, asentarte en mis pies para notar la tierra clavarse en sus plantas.
Julia, ¿qué moto te estoy vendiendo yo a tu pregunta? ¿La de que no sufrirás? ¿La de que no te sentirás a veces sobrepasada? ¿La de que el esfuerzo ímprobo siempre siempre tiene recompensa? Julia, nada de eso puedo trasladar yo de mi cuerpo hasta tu cuerpo; ni de mi mente hasta la tuya; ni de mi corazón aturdido hasta el tuyo interrogante. Nada de eso, Julia.
Y sin embargo, sin necesidad de ponerte un dorsal, sin necesidad de correr realmente demasiado, sin necesidad de ponerte al límite, hazte un día este regalo: corre, en un sendero limpio y mullido. Corre con tus pies y tus pulmones. Con tus ojos bien abiertos. Y luego me lo dices. Y luego me dices tú si de algún modo no eres, o al menos así lo sientes, la mujer más feliz sobre la tierra. La que mejor sabe qué coño estará haciendo allí.