La palabra padre es amable. Es intensa. Suena ella sola, sin necesidad de insertarla en frase alguna. Lo que trae a la cabeza es hermoso. Genera confianza y sosiego. Entre sus asociaciones están el apoyo, el calor, el cariño y la bondad.
Sé que es mucho dar por hecho todo esto. El carné de padre no se valida en sitio alguno. No caduca. No te detienen si ser padre no es lo tuyo. Si vives en el error. Pero en fin: alabemos el acierto. Pongamos el foco en los lugares felices, en aquellos a los que mirar cuando buscamos ejemplos vitales. En aquellos que nos permiten aprender y hacer nuestro el desempeño de otros. Y así, ser un poco mejores cada día.
Conocí a Chema cuando nuestro amigo Emilio nos invitó a una aventura increíble de la que en otro momento hablaré: un grupo nutrido de personas nos preparamos para abordar dos días de salida por el monte. La experiencia fue para mí extrema y hermosa, en cuanto a lo que hicimos, en cuanto a lo que vimos, y en cuanto a cómo pude yo mirar dentro de los ojos de los que fueron mis compañeros de viaje. Allí también miré dentro de Chema. Fueron muchas horas de periplo, pero con él, por los azares de los grupitos que se van formando, tan solo coincidí al final de la segunda jornada. Ya llegábamos. E íbamos trotando por la pista para alcanzar el restaurante El Macareno. Y allí acabar. Fuimos hablando, y descubrimos que no solo el correr por montaña era nuestro punto común. Ambos acudimos a prisión. Él, como trabajador. Yo, como voluntaria. Y a raíz de saberlo (nunca habíamos coincidido allí) nos contamos pareceres, experiencias, y en sus ojos fui analizando el discurso humano ante ciertas tragedias.
Chema tiene un hijo y una hija. El zagal también corre por montaña. Es amable y vigoroso. Se te acerca y te da un beso, y te mira, y te pregunta cómo estás. Y espera tu respuesta. Ese proceder atento es aprendido. La cordialidad sensata que rezuma, es aprendida. De su madre, Paloma, que habla con su voz pausada. Y de su padre. Ambos lo acompañan a muchas carreras. Porque el chico corre, y corre bien. Tiene sueños bonitos y quiere soñarlos poco a poco. Y ya se sabe que soñar en soledad con esas edades te aboca a una lucha que se suele perder. Por desgaste. Por falta de apoyo. O por rabia.
El camino que ha emprendido Álvaro es duro. Y es largo. Y él, con su genética espléndida, y con su sacrificio, aprovecha con alegría la oportunidad brindada por la vida. Y la hace suya.
En julio participó como parte de la Selección Andaluza en el Kilómetro Vertical del Sierra Nevada Mountain Festival. Lo hizo francamente bien. Tan joven, cómo iba dando zancadas cuesta arriba donde yo sé que sólo aspiro a andar. Y Chema y Paloma me permitieron acompañarlos para seguir a Álvaro, mientras yo seguía a mi vez a Pablo, que también se bregaba en esa lid. Así, pude vivir junto a ellos cómo se alienta a un hijo. Cómo se le apoya desde la libertad, y cómo se le hace crecer sin sogas. Sin exigencias espurias, sin apremiar toscamente hacia el objetivo. “Que corra y que disfrute. Y que conozca gente, y que se haga fuerte, y que llegue hasta donde él quiera llegar”. Y ellos, con su sencilla ternura, le hacen crecer. Con amor.
Yo me pregunto si Álvaro sabe bien lo que tiene. Porque él es un talento. Él es un crack. Él llegará lejos. Pero de ese montañero duro como no conozco a otro, y de esa mujer sensible e inteligente, el regalo donado al hijo no son los genes: es la alegría de compartir, de apoyar, de crecer, de creer y de querer. Como hacen las familias. Como le viene a la cabeza a uno cuando dice padre, o cuando dice madre.
Sé que a veces Chema y Álvaro se van solos al monte. Y que duermen bajo las espesas estrellas. Los imagino respirando al mismo son, con los corazones trabados en el ritmo de una misma sintonía. Tan a gusto. Tan tranquilos. Tan en casa.