Hago alusión a mi vida pre-trail con la siguiente acuñación: “Cuando yo era vieja…”. Y empleo esa expresión para comenzar relatos, al modo del mítico “Había una vez” , o “Hubo un tiempo”. Estos días, en distintas conversaciones, he tenido la oportunidad de tener oídos atentos a mis explicaciones, oídos pacientes que han tenido a bien escucharme relatar cómo era yo antes del Trail.
El sábado pasado mi amigo Chema y yo hicimos una ruta por Los Jarales. Hemos hecho ya ese camino en otras ocasiones, acompañados por sus perretes. Mientras corremos, yo los miro subir y bajar, ir y volver, mientras Chema me va hablando. Yo, callada, bastante tengo con procurar respirar. Chema me dice muchas veces que mi gestión del aire tiene que ser un canal. Más abierto. Más natural. Más de verdadero contacto pulmón-aire. Y es verdad que respiro de puntillas, por más que mi inspiración suena a resuello grave. Imagino que no es una música agradable la de ir junto a mí trotando cuesta arriba. Pero los amigos tienen eso: que también te perdonan tus torpezas, incluso estas que son vitales. Funcionales. Básicas y evidentes. Torpezas.
Frida y Bo suben y bajan. Van, vienen. Saben que su dueño va más lento de lo que suele. Lo lastro. Y me espera infinitamente paciente, tan elegante, que no llego casi a reparar en su espera. No experimento sino comodidad en su compañía. Pero sufro mientras subo. Subo rematadamente mal, y alivio mi mente de ese dolor a través de la imaginación. A veces es un mantra (nada muy profundo, una palabra que repito, o una canción que me anima). O imagino cosas extrañas, no siempre confesables. Aquel día, en algún momento, además de visualizar mi aire, entrando en círculo en mí, desde mi coxis a mi ombligo, distribuyéndose denso en las latitudes estrechas de mi cuerpo, paso de repente a ser un perro. Me imagino un instante mirando a ras de suelo, pasando ruado las ramas, sin peligro de esguinces, con el equilibrio de un centro de gravedad constante certero sujeto sobre cuatro puntos, como columnas irrefutables.
-¿Con qué animal te identificas, Chema?
Y Chema me lo dice. Y miro a mi amigo y resumo en mi interior que su animal es acertado plenamente para él. Sus ojos, su porte, me lo certifican. Callo aquí su respuesta, en un respeto reverencial a nuestra intimidad, con profunda comprensión de lo que nuestra conversación vale. Y yo le cuento que mi animal, no el favorito, no el más hermoso a mi entender, no el más inspirador, que el animal cuya vida escribe un proceso profundamente paralelo al mío… es la mariposa. Llevo dos en mi piel, tatuadas. Y eso no es nada, porque la presencia profunda de sus alas no es la de mi epidermis, sino la de mi historia. Cómo pasa una persona de sentir que es un gusano a volar. Cómo las opciones a ras de tierra son tantas, cómo, como decía el argentino universal, los caminos se bifurcan, y al final elegimos. La vida, que ella es muy suya y caprichosa, es como a ella le da la gana. Y en esas, el gusano interior, royente y apasionado de tu carne, está siempre ávido de ti. De tu dolor. De tu oscuridad, de tu sufrir. Pero esa vida, que no te debe nada, también muestra otros caminos; o si no claramente otros caminos, al menos, otros modos para andarlos. O para correrlos.
Así, mientras Chema y yo habíamos ascendido a la semiplanicie de los Jarales, y contemplábamos la Alcazaba, el Veleta, el Caballo, el Trevenque y la Boca de la Pescá (que aunque se erigieron hace tanto, ese día hicieron postal tan solo para él y para mí), mientras uno de los perritos me lamía amoroso, yo sabía que en un momento dado, ese gusano, que estaba dentro de mí, o que era yo, se cerró al mundo, no quiso ver más nada, y luego, ya virada su mirada, ya comprendida la puñeta de la vida, se dijo: “vida terrible… pero, ¿cuál es la otra opción?”. No hay otra opción. Lo vi hace ya mucho tiempo, pero lo veía también en ese instante en los ojos del perrete. No hay otra opción. Lo vi en aquellos picos. Y en la mirada grande de mi amigo. Y en el aire (era azul, creedme, era azul) que entraba y salía de mi pulmón y medio, ese mismo que intenta oxigenar el sabor de la sangre que tan a menudo llevo en la garganta. Y así, le dije a mi amigo: “A mí me gusta la mariposa. Y me gusta pensar que ese es mi animal”. Y se lo expliqué.
Y eso nos trajimos Chema y yo. Entre las jaras. Mirando al fondo sobre un cielo azul digno de salir en un manual de cielos. Antes de bajarnos por las veredillas. Gozosos. Como niños. Volando, cada uno con sus alas.
No fue el Trail lo que me dio un nuevo modo de vivir. Pero sí ha sido un adorno más para que pueda pensar en cada uno de los días de mi vida como un regalo que ya nunca osaré despreciar.