Si alguien me preguntara (o preguntase) si me gustaría volver a tener 20 años, la respuesta sería rotunda: no. Por lo menos no los 20 años que yo viví, preocupada por todo, responsable de todo y paralizada por tantas cosas que yo quería hacer bien y que era imposible que pudiera hacer bien con esa edad. Hoy aún hay situaciones que no sé abordar, o problemas para los que no tengo respuesta. La diferencia es que lo asumo. Porque la existencia es así, sin guiones, sin verdades infalibles y sin conocimientos preclaros.
Ahora veo la vida con más bondad, hacia los demás por supuesto, pero también hacia mí misma. A veces decido mal. A veces me equivoco. No por mala fe. No por falta de análisis. No por falta de celo. Porque soy humana. Y ya está. Y eso a algunas personas nos cuesta décadas entenderlo. Pero una vez que lo entiendes (eso, y que la vida no discurre según parámetro de justicia alguno) y lo aceptas, te acercas mucho, mucho a ser feliz.
A mis 20 años me enterraban los “debería". Debería sacar buenas notas. Debería ser simpática, tener amigos. Debería ser delgada. Siempre alegre (ay, amiga, bien pronto viste que son pocos los que siguen ahí en el dolor). Y vas ajustándote el corsé para encajar. En un modelo de comportamiento. En un modelo estético. En un modelo vital. Y así vas adelgazando tus límites. Hasta que un día, de tan estrecho que se queda tu mundo, desapareces. Y no tienes ni puta idea de quién eres. Y lo peor: en realidad, que te parezcas mucho o poco a ese modelo propuesto, no le importa realmente a nadie. Nadie está pendiente de ti. Ni de si sacas buenas notas, de si estás o no delgada, de si eres simpática o antipática. De modo que todo se resume en intentar seguir la dictadura de un son que nadie toca para ti. Porque crees que seguirlo te hará feliz. Cuando la realidad, repito, no es otra que el hecho de que a nadie le importa. Tan solo a ti.
Un día que estás muy cansada de todo, y te sientes muy triste y muy sola, mandas al mundo al carajo, y empiezas a hacer cosas que te gustan. Y, oh sorpresa, te niegas a hacer otras cosas que no te gustan. Nunca te lo has concedido, pero tienes intuiciones, y sabes más o menos qué clase de persona quieres ser, y cómo te gustaría que fuera tu vida. Y claro que quieres sacar buenas notas, ser simpática y amable, claro que quieres ser delgada. Pero es que, sobre todo, quieres ser feliz. Y descubres que para eso te tiene que importar poco el juicio ajeno. Incluso el juicio de personas que amas de verdad y que te aman. A veces es necesario que no te comprendan. Que te critiquen. Que te hablen con dureza. Y que te digan lo absurdas que son las cosas a las que últimamente te dedicas.
Pero hoy, con casi 40, con toda la tranquilidad y la verdad del mundo, sé vivir sin esperar el beneplácito de los demás. Sé encontrar mi paz en lo que me gusta. Y me concedo regalos, porque los merezco: madrugar para entrenar; cuidar muy bien lo que como; salir sola por ahí a correr al medio del monte antes de ir a trabajar. Y contar con pasión que amo lo que hago. Y que si esto no me sitúa en el canon de un adulto… mala suerte. Mientras yo sea buena profesional, buena hija, buena hermana… mientras yo no contravenga mis valores… puedo concederme ser quien soy sin atender al juicio ajeno.
Con mis 20 años me sobrevenían situaciones que solo ahora entiendo: mis contracturas de espalda, mis malas digestiones, mi insomnio… mi pelea constante con mi cuerpo no era sino una lucha mental. De dolor. Por no saber quién era, ni qué quería.
Hoy son muchos los regalos que he de agradecerle a la vida. El trail es uno. No el único. Pero cuando digo que no como de tal cosa porque tengo una carrera; cuando explico que me voy pronto a la cama porque tengo que entrenar; cuando prefiero estar sola escuchando las pisadas en mis senderos, y soy capaz de escribir mi vida en función de lo que yo de verdad creo que es adecuado y de lo que me hace bien, siento la grandeza de que la única persona que me acompañará por siempre me trate bien y me respete. Porque simplemente lo merezco.