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Gratitud

Intra-historias de rutas de fin de semana

Irene de Haro.

Gratitud
Gratitud

Vamos a partir de la base de que yo (y me comprenderá el lector de estos articulillos porque será de una naturaleza parecida a la mía) soy “una motivada”. Llevo bien lo de entrenar, con todo el tiempo que supone, con todos sus sacrificios. Y me presto a los pluses de calidad: acudo al fisio una vez al  mes, por prevención, (si es que no me he hecho daño antes, claro, entonces voy más, ¿verdad, querido Sergio?); tengo un entrenador (que también es mi marido) que me sopesa un plan semanal; además voy al gimnasio dos o tres  veces por semana para realizar mi circuito de fuerza, y así, de nuevo, evitar lesiones y que me aguante el chasis.

Hago equilibrios sobre elbosu para reforzar los tobillos, realizo ejercicios de core, de lumbares… Además, mi médico me ha hecho una prueba de esfuerzo, con gases y todo; y he ido a unos cuantos nutricionistas: hay que ser serios en ese sentido (ahí fallo, lo confieso: tiendo a comer poco, pero estoy en ello).

Todo eso demuestra dos cosas. La primera: correr no es nada barato (y menos por montaña, que no he dicho aún nada del material, pero ya hablaremos del asunto). Y la segunda: si tienes una genética de mierda, nunca, nunca dejarás de sentirte como un dos caballos, más aún cuando  encima te atreves a salir sin complejos con Ferraris…

Sin embargo corro.

Ayer fue domingo. Me propusieron una ruta corta. “15 kilómetros o así”, me dijo mi amiga Amada. Y cómo decir que no. Llegué a esa salida como último coletazo de una “semana de carga”. Jueves, 10 kilómetros de trail a tope, consiguiendo mi récord personal en una ruta cerca de mi casa que hago muy a menudo; viernes, me peto en el gimnasio; sábado, subida al Purche (ascenso de  930 metros y bajada, total: 20 kilómetros). Hice ese entreno con gusto, pero acabé con las pulsaciones muy altas; ritmo suave, de ultra, me decía Pablo, que iba el pobre conmigo. Y yo, a mi trotecillo cochinero, con mi pulso de colibrí en la boca, a 180 todo el rato. Tela. A mí que no me digan. Yo soy un extraño caso de masoquismo, porque si ese día lo pasé regular al acabar, el domingo, el día siguiente, para subir al Calar de Güejar Sierra, que no fueron más que esos 15 kilómetros o así que me anunció Amada, sentí literalmente que mi cuerpo era plomo. Cómo iban mis tres compañeros hacia arriba. Cómo yo en mi fuero interno me decía, “venga Irene, que no se te vayan” y cómo sólo en un bajar y subir de vista, unos metros de brecha entre ellos y yo se estiraban… y los veía perderse… Los bastones estorbando. Los pájaros que cantan cuando las nubes se levantan tapados por el resuello constante de mi respiración. Mi corazón atorado. ¿Lates? Latía. Como podía. Sobreestimulado. No daba abasto. Y yo, que tan bien había entrenado, que tan bien había estirado, que me había puesto mi electroestimulador, que había desayunado con devoción mis nueces (con su omega 3, con su fibra), miraba el suelo y mis ridículas zancadas, una detrás de la otra, que no avanzaban. Como en una moviola de sueño extraño. Sudaba. Sudaba a pesar del aire fresco y de la lluvia. Y apestaba. Y las vacas me miraban, como quien mira a un flipado que pasa por allí y al que es mejor no echarle cuentas…

Sin embargo, sin embargo, yo comprendía por qué estaba allí. Y eran cosas sencillas: mis amigos estaban allí; me esperaban sin atisbo de mala cara y minimizaban mis disculpas y mis perdones con una sonrisa sincera; el cielo era gris y estaba cubierto, y llovía, y su lluvia era de monte porque yo estaba allí (no llueve de monte en otro sitio, si la quieres, tienes que ir); y el aire ese indescriptible de esos días; y las piedras esas que se asoman de lo alto, que te abrazan, indiferentes a ti: esas mismas piedras que seguirán en su lugar pasados siglos, y a las que por supuesto les importas un carajo para su propio existir… Y mi cuerpo allí, así, era feliz. Con sus miserias. Mi cuerpo como es. Mi cuerpo me da lo que me da. No tiene más. No puede más. Lo seguiré entrenando con fe y amor, pero de momento yo ya le doy las gracias. Sin ambages. Por su pobreza. Por su limitación. Por su inmensa, sin embargo, capacidad de disfrute… Qué narices. Allí estaba yo. Mío y para mí era ese brutal horizonte que logré al subir penosamente hasta la cima. Qué más daba en realidad ese penosamente. Era mi cuerpo. Eran mis ojos. Era mi mente y mi placer. Qué narices más voy a pedirle yo a la vida un domingo de marzo como ese. Más que tener cuerpo, el que sea, para ir al monte. Y respirarlo en mis pulmones.

Bueno sí. El arroz de luego, el del tercer tiempo. Veleidades menores. Pero, qué narices, dónde está la filosofía si no es en las veleidades menores. Antonio Damasio, en su libro En busca de Spinoza, citando al filósofo lo dice: no hay más vida que la del cuerpo, y su felicidad está en la experiencia de lo placentero. Qué narices. Pura filosofía. Y ahí se asienta la moral. La de la bondad. La del esfuerzo. La de la gratitud…

Mi resuello. Mis pulsaciones. Mi sudor. Mi olor apestoso. Mis vacas alucinadas, mis pasos cortos; mi cansancio; mis amigos que me esperan; el monte… pura filosofía.

Esta mañana de lunes, al despertar he deseado  con todas mis fuerzas estar en el Calar. Lo he deseado como una niña chica, tan solo al abrir los ojos. Y he deseado, además, que para otras ocasiones mi grandeza de mira sea mayor. Y que en vez de dedicarme a querer estar mejor, tirar más o tener menos pulsaciones, mi mente sea capaz de estar en ese “aquí y ahora” que de algún modo ayer me  perdí un poco por el deseo humano y sin sentido de un rendimiento que en ese momento era el menor de los problemas. Ojalá sea el resto de mi vida más capaz de apreciar aún más lo que tengo. Me lo deseo a mí misma, de corazón. Con mi corazón que tanto late, y que tan generosamente me permite tanto.

(Amada, cuantas mañanitas de monte. Y las que nos quedan, Cabesa)