Soy profesora. Soy profesora de Lengua Castellana y Literatura. Pero como yo siempre digo, hay vida más allá del complemento directo. La epanadiplosis tiene su punto. Igual que la parasíntesis. Pero si me preguntaran qué es lo que me parece de verdad importante en un aula, si me preguntaran (o preguntasen) dónde está, en mi opinión, la raíz verdadera de la enseñanza, entonces diría que lo que me parece de verdad importante a la hora de enseñar (a la hora de aprender), es la vida. La vida en sus múltiples manifestaciones. Y para eso, la literatura es un canal impagable capaz de conectar experiencias, pareceres, expectativas y puntos de vistas. Alma y vida. Eso es la literatura.
Pero además, creo que es obligatorio pasar tiempo con los chavales en otros contextos, más allá de las cuatro paredes de la clase. Los pasillos son un comienzo. Hay que hablar. Hay que preguntar. Hay que mirar a los ojos. Hay que darse la vuelta tras escribir en la pizarra y comprobar quiénes son ellos. Qué les pasa. Qué les conmueve. En qué punto están. Y si tú les haces falta. Que para eso eres un adulto en el que apoyarse. Que por eso los quieres. Y te quieren.
Y luego el patio. Hay que pasear por el patio. Hay que dejar que te busquen y que te cuenten sus cosas, compartir sus bromas, sus descubrimientos, sus curiosidades. E incluso hay que dejarlos tranquilos cuando están a lo suyo y tú eres un adulto invasor. Dejar espacio. También eso hay que saberlo hacer.
Y hay que salir con ellos. Fuera. Pasar tiempo fuera del instituto. Alimentarse de ellos. Saber en qué punto está esta generación que te toca en el presente curso lectivo, que no está donde estaba aquella con la que empezaste a trabajar hace quince años. Estos son otros. Y si has desviado demasiado la mirada, te has perdido. No tienes herramientas para abordar sus intereses, sus gustos. No tienes herramientas para hablarles de la vida. Porque la tuya no es la suya. Porque vuestras líneas han corrido en la divergencia, y tú, como adulto, no has hecho nada por saber qué coño es lo que le importa a un chaval adolescente, dónde conectar tú con él. Dónde radica el lugar en el que podrás conocerle, y hacer bien tu trabajo, que va más allá de la tilde, del retruécano, y del aspecto verbal. Y que, insisto, se llama vida.
Hace menos de dos semanas, volví de viaje de estudios. No lo he organizado yo. Yo solo fui de profe acompañante. Fue mi compañero Santi quien se pegó el trabajazo de poner en orden todo. Yo he gestionado este tipo de eventos muchos años, pero este curso, llegué nueva a mi centro de trabajo, y hasta aterrizar me dediqué a otras lides. Sin embargo, los alumnos de 4º de ESO iban a realizar su viaje en el mes de junio. Corría octubre y durante una clase, como el que no quiere la cosa, me preguntaron: “¿vendrías con nosotros?” “Pues claro”, les dije. Sin hacerme de rogar. Sin poner peros. “Pues claro”. Al fin del mundo iría con ellos. Porque creo en ellos. Y porque quiero saber de ellos. Porque quiero conocerlos.
Aclaremos que un viaje con alumnos es muy sacrificado: responsabilidad, incertidumbre, gestión del grupo, noches en blanco… No son vacaciones. No es mi viaje. Es un viaje para ellos. No es un viaje de placer. Es trabajo. Y es difícil. Y es cansado. Y en algunos momentos, es arriesgado: los niños son niños, y tiran de la cuerda para ver hasta dónde llegan ellos, y hasta dónde llegas tú. Y a veces la rompen. Eso hay que asumirlo. También ahí somos enseñantes. Y también ahí debemos estar a la altura.
Traigo aquí esta cuestión porque durante este viaje disfrutamos de distintas visitas y actividades: Madrid (El Rey León), Zaragoza (Monasterio de Piedra), Jaca, Barcelona, Port Aventura… Pero yo hoy voy a rememorar lo que para mí fue la perla del viaje: el Valle de Ordesa. Y disfrutar por el Valle de Ordesa con mis alumnos, para descubrirlos a ellos. En el valle. Para saber qué les importa a los chavales el árbol, el cielo o las aguas de la cascada que arrulla el camino. Para ver si son sensibles a estas cosas tan importantes para mí. Si siguen siendo humanos más allá de su natividad digital. Y la respuesta no pudo ser más esperanzadora.
Se trataba de llegar hasta las gradas de Soaso, cosa que no conseguimos realmente, porque ya arribamos muy tarde a Ordesa, y avanzar con tantos chichos, que van a distintos ritmos, que quieren hacer fotos, que hay que ir reagrupando, no es una situación amiga de las prisas. Es más: no veo por qué hay que espolearlos. Iban mirando hacia arriba, iban respirando. Iban charlando, iban ensoñando alrededor. Cada uno a su manera, con su estilo de pasión, era montaña en ese rato. Yo caminaba con mi chiquillería, modulando el paso para no correr, y ellos y ellas me iban contando sus cosas. Sus aspiraciones. Lo que les gusta. Sus alegrías. Sus penas. Y de vez en cuando, me exclamaban: “Maestra, qué bonito es esto”; “maestra, yo quiero vivir aquí”; “maestra, esto es un sueño”. Iban levantando los pies. Iban bebiendo agua, iban pisando la tierra, y eran felices. “Yo quiero irme a una casa perdida en medio de un monte”, confesaba D., a lo que A. le contestaba “¡Y yo!”. Y nos descubrimos unos cuantos que queríamos monte. Y oxígeno. Y verde y naturaleza. Y que amábamos estar allí. I. iba pegando saltos. Atrochaba como una cabra por lo difícil. “Tú tienes que hacer trail”, le dije. Y se quedó pensando. “¿Y eso del trail, cómo es?” Y yo se lo explicaba. Y él se quedó pensando. Con un virus dentro ya hibernando (ya veremos si finalmente le enferma y echa a correr por la montaña)
Y así íbamos, contándonos nuestras cosas. Nuestros sueños. Sin hilo concreto. A lo que salía en la conversación. Mis niños (muchos de ellos nunca han sido alumnos míos, no los conocía de nada hasta el viernes en que nos montamos en el bus y comenzamos a ser inquilinos del mismo viaje) iban confiando en la charla, iban riendo, o iban atribulados. Iban curándose de los daños que ya a esa edad la vida les va haciendo. “Mirad y respirad”, les decía yo. “Y que nada importe”. Y nada importaba. Más allá del fresco del aire. O del olor a lluvia que la tormenta amenazaba. Y al contacto con tanto árbol, con tanto aire, con tanta tierra, la vida era mejor. Porque allí hubo una comunión que solo es propicia en la intimidad del viaje, y del disfrute sin peros que nos regala la naturaleza.
A veces escucho decir que los jóvenes de hoy no valen “ni para dar sombra”. A ver si es que tenerlos ante una pantalla alienante nos simplifica la vida a los adultos. A ver si es que encerrarlos en un centro comercial nos lo pone más sencillo. A ver si es que atolondrarlos es menos arriesgado que darles alas. Porque yo vi sus alas. Incluso en quienes no esperaba verlas. Y sentí que su germen humano es más alto y libre de lo que en el contexto de las cuatro paredes de un centro educativo soy capaz de percibir. Y yo percibo mucho…
Solo hay que abrir la puerta de la jaula. Y los verás volar. Solo hay que confiar un poco en ellos. Y permitirles ser quienes son. Sin prejuicios. Y sin dar nada por hecho.
(Este hermoso viaje fue posible gracias al profesor Santiago Romero: gran profesional, gran persona. Santi, gracias por tu honestidad y sensibilidad. Hacía mucho que no compartía tanto con un compañero. Has dado muchas herramientas de ilusión a tus alumnos. Y a la mía)