Correr en pareja, y con la pareja, según dicen, es peligroso. Más de un matrimonio ha llegado a meta herido de muerte tras compartir horas en carrera. Está claro que prestarse a tener esa experiencia es café para muy cafeteros, pero hay posibilidades de que salga bien.
En el pasado puente de Todos los Santos, me embarqué con mi marido Pablo en la aventura de hacer una carrera por etapas. Esta tuvo lugar en Castellón (entre Culla y Peñíscola), y se llama Territorio Templario. Dicho sea de paso, la prueba me enamoró, y si el año que viene tengo la suerte de tener piernas y corazón para ello, allí me tendrán de nuevo.
De por sí, al menos para mí, la cosa era peliaguda: dos etapas, siendo la primera de 63 kilómetros, y la segunda de 30. No de gran tecnicidad ni desnivel, pero hay que hacerla. Y yo, ya lo saben ustedes, no soy precisamente alumna aventajada en esto del trail running.
A Pablo se le ocurre, tras ver que existe la opción, inscribirnos como “pareja mixta", y ahí abrimos otro melón diferente. Sumen conmigo las dificultades: la distancia (para mí muy respetable); las etapas (la petada que yo experimenté el segundo día da para un capítulo aparte); lo de correr en pareja.
¿Y por qué lo de correr en pareja? Tal como lo analizo, correr en pareja es un acto de paciencia, comprensión y conocimiento mutuo.
La paciencia es fundamental, tanto para el débil como para el fuerte. El débil ha de ser capaz de solicitar su ritmo y su lugar. Esta petición requiere ser explícita. Y es un reconocimiento duro: es verbalizar en la carrera que no se puede seguir un ritmo mayor; que se necesita recuperar; que no se puede escalar o descender con el mismo brío que el otro lo hace. Hay que tener paciencia suficiente para que esto no sea una condición que mine tu ánimo. No puedes ir a ese ritmo, y lo tienes que decir. Y a continuación has de ser capaz de no enfadarte por ello, contigo mismo, de no quedar lastrado por la evidencia de que eres el eslabón más débil, de que es a ti a quien hay que esperar, de que si vas a un ritmo mucho más alto que el tuyo natural estás abocado reventar… y esta carrera es de resistencia también por esto: la paciencia te da humildad para comprender qué eres, qué puedes exigirte, y a qué alturas eres capaz de estar sin por ello despreciarte. Eres un eslabón más débil de esta cadena, pero sin ti, el otro no llega. El más fuerte de los dos también tiene que hacer acopio de esa paciencia: para esperarse en los altos de los cerros, sin mala cara, sin espolear, sin comentarios sardónicos que se escapen fruto de saber que ya estaría en meta… con amor suficiente hacia el otro como para no interpretar su lentitud con crueldad, sino con grandeza.
La comprensión va mucho más allá de las palabras mismas. Va en la cara. Va en mirar y entender en qué punto está el otro: si conviene un chiste, si conviene el silencio. Si conviene tratar esta cosa de tu vida cotidiana, o aparcarla para simplemente correr, para desplazarse juntos y ya. Esa comprensión es como la de la vida en sí: esa que hace que al llegar a casa, con un vistazo, haya conciencia plena de si se está bien, o mal; de si el día ha sido bueno o malo; de si se quiere reír o llorar. Es un golpe de vista. Una interpretación. Y una elección de lo que conviene. Con delicadeza y respeto, para juntos poder llegar a un punto de destino.
El conocimiento mutuo, no solo en lo tocante a la persona que está junto a ti. Sino también el del cuerpo que habita. Cuántas veces Pablo me interpretó y me dijo: “tienes un bajón, tómate un gel", y lo sacó (no el de cafeína, que sabe que no me sienta del todo bien, sino el otro, el de fresa, que me aplaca el malestar y que acalla los grillos de mi cabeza). Ese mirar al otro y decir: “apretemos ahora". O decir: “caminemos, no más, que tú, o que yo estoy al límite de mí". No es fácil estar un escalón por encima de tu nivel, exigiéndote dar lo mejor de ti para hacerte con la altura del otro en la medida de tus posibilidades. Pero tampoco es fácil ir rodando a la espera, sin romper siquiera a sudar, pasando frío en las zonas altas donde esperas a que el otro llegue.
Pero es como la vida: sus equilibrios de fuerzas y debilidades, donde uno y otro a veces estamos en completa sintonía, y otras veces tenemos que ofrecernos una mano firme, de paciencia, comprensión y conocimiento mutuo.
Las horas de carrera compartida no son sino un remedo de la vida, un reflejo de cuán generoso eres, de hasta qué punto eres capaz de hacer renuncias, de sobreponerte, de mejorarte, y de, en definitiva, hacer equipo.
A veces me preguntan cómo me enganché a esto de correr. Esto de correr, que hoy por hoy es conquista mía, fue posible porque alguien, cuando yo empecé, muy lejos de azuzarme, me esperó en lo alto de los cerros. Con una sonrisa paciente. Con el convencimiento claro de que de todos los millones de personas que pueblan esta Tierra, era conmigo con quien quería estar, ahí, en ese cerro, más rápido o más lento, pero hasta el fin del mundo.