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Correr en el aula

El germen del espejo se apodera del aula

Irene de Haro

Correr en el aula
Correr en el aula

Lo de correr es algo que ya tengo muy integrado en mi vida. Ni me planteo no cumplir mis entrenos, entre otras cosas porque tengo la suerte de poder decir que saco tiempo para todo aquello que quiero realizar. Y al cabo del día hago muchas cosas, todas con mucho empeño y cuidado. Nunca por hacerlas y ya está.

Tampoco entreno nunca por cumplir expediente. Lo hago con concentración absoluta. Pongo mi foco en lo que la sesión me exija en ese momento. Al fin y al cabo, pienso, si estoy empleando un tiempo de mi vida que nunca volverá en una tarea, mejor será que merezca la pena. Si no, seamos francos, sería más adecuado dedicarse a otra cosa. A descansar, por ejemplo. Que es muy importante y necesario. Pero de momento llevo entrenando sistemáticamente dos años (casi) y puedo decir que no he fallado ni un solo día. He tenido la fortuna de poder conjugar mis obligaciones con mis devociones. Y de no haber sufrido lesiones o contratiempos que hayan cambiado radicalmente el orden de mis prioridades.

Yo entro a trabajar y algunos días (no todos) ya voy entrenada. Tengo la suerte de ser profesora. Tal y como yo lo veo, mi tarea consiste en que a través de la literatura, enseño vida. Y la aprendo. Tanto en los textos como en mis alumnos (qué lecciones más clarividentes hay en sus reflexiones). Yo no concibo que los docentes no seamos un ejemplo vivo de lo que los jóvenes pueden escoger ser. Para imitarlo. O para rechazarlo. Y a mí, desde luego, no me corresponde decir en qué categoría estoy. Pero sí puedo manifestar dónde me gustaría estar: mi compromiso con la vida es un compromiso moral. Y yo quisiera estar a la altura de esta moral y de mi profesión. Y quisiera pensar que, sin necesidad de admiraciones personales, mi conducta hable bien a los chavales del mundo adulto. Creo en la lógica de los espejos, porque yo también, en su momento, escogí espejos en los que mirarme. Nunca los olvidaré. Gracias a ellos soy quien soy.

Se da la circunstancia de que mi físico es menudo. Soy pequeña, no delgada en exceso pero más bien fina. Parezco algo más joven de lo que soy. Según alguna vez me han comentado, doy una primera imagen de fragilidad. Eso, con sinceridad, es para mí una baza aprovechable. Cuando llego a clase por primera vez, mis alumnos me miden. Y me miran con expectación y con curiosidad, porque la cosa ya les chirría desde el primer momento: me planto ante ellos, y les sonrío con profunda y sincera simpatía. Porque ellos no lo saben, pero yo ya los quiero. Ya sé que los voy a cuidar y que voy a buscar la manera de hacerles la vida mejor. Como yo pueda. Pero a eso me estoy comprometiendo desde el primer minuto de nuestra relación. Me miran extrañados. No me impongo. No intento que me consideren una figura frente a ellos. Yo estoy a su lado. Y no pretendo abrir un camino por el que ellos han de caminar, así, porque yo lo digo. No es eso. Vamos juntos, descubriendo qué es este mundo fascinante en el que estamos. Mis faros son las palabras, las historias, la literatura, la poesía. Y ellos van entendiendo que en clase estos faros arrojan luz sobre quiénes somos. Sobre qué queremos. Sobre las cosas que nos dan miedo. Miramos de frente al miedo. Y a veces, algunos días (muchos, quisiera yo pensar) lo espantamos. A eso nos dedicamos día a día en clase (bueno, y a otras cosas menos inspiradoras pero igualmente necesarias que vamos entreverando: mi obsesión por el complemento directo es muy conocida entre mis allegados…)

Mis chavales me ven todos los días de pie, arremangada, recitando, leyendo, conversando. Con ellos. Y escuchando. Escuchándolos a ellos. Los respeto. Los quiero. Y siento su respeto y su amor. Y por ello, sin ambages, en numerosas ocasiones, también les hablo de mí. Les hablo de lo que amo. Porque ellos también me hablan de ellos y de lo que aman. No podría ser de otro modo.

-Hoy-les digo-antes de venir me he ido al monte. Me he ido a Monachil, y he enlazado por el camino de los Neveros. Me he colocado un frontal y he echado casi diez kilómetros.  A las siete de la mañana.

Los niños se ríen. Se ríen de mí.

-¡Qué necesidad habrá!- dice M., que está muy enfadada con el mundo.

-¡Con el frío que hace!-exclama P., mientras los demás comentan la jugada-¡Si no está ni puesto el monte a esa hora!

-Pues sí-les digo yo-eso he hecho esta mañana.

Y se sonríen, hasta con una ironía inequívoca en sus ojos, de vaya flipada. Yo me expongo. No pasa nada. Asumo sus juicios, vamos a no equivocarnos. Comprendamos que muy a pesar de todo lo que digo, yo soy la profesora. Y la profesora es también una figura a la que poner en solfa. Lo doy por bueno. Otra baza aprovechable. Pues bien. Mis chavales ya saben lo guay que es el fútbol. Y jugar a videojuegos. Y lo guay que es grabar los videostar, o las fotos de morritos en Instagram. Y todas las redes, a todas horas. Todo eso ya saben que mola mucho. Y lo presumen.  Y cuidan su imagen pública, porque sufren de la presión social. Sufren de fachaditis. La suerte es que, a pesar de no mostrarlo con facilidad, también les gusta leer. Y escribir. Y les gusta pensar, y plantearse preguntas filosóficas. Tienen talento para muchas cosas. Pero oye, de eso no hablan. Vaya a ser que los llamen raros, ya sabes tú cómo va esto de los juicios ajenos.

Así que allí les suelto que lo que a mí me gusta es correr. Que me levanto a las seis de la mañana, que me pongo un cortavientos, y que he aprendido que las quejas no sirven para nada en la vida, porque la queja debilita. Así que les muestro la distancia entre una imagen y una elección. Y les muestro que lo importante de verdad no es lo que parecemos, sino lo que somos: yo soy una mujer menuda, soy poca cosa. Soy una poca cosa que, como les digo, sola se las compone de maravilla para hacer cosas difíciles. Porque yo soy infinitamente fuerte, les digo. Soy fuerte porque me veo fuerte. Porque me quiero fuerte. Y en función de ello, entre otras cosas, elijo mis metas. Porque una meta no es tan solo un reto para alcanzarlo, sino que en su propia consecución, dicho reto te exige. Y te mejora. Yo me comprometo con mis metas. Y las hago. Y ese hacer es un proceso de día a día. No es un impulso. Es una elección. Se puede poder con todo, pero hay que comprometerse a diario con ese poder con todo. Ser fuerte no es una cualidad. Es una opción. Y eso no queda reflejado en una foto con morritos para Instagram. Eso está impreso en un sitio que se llama alma, y es a ella a la que nos debemos.

Sois fuertes, les digo. Cada uno de vosotros. Todos y todas tenéis dentro de vosotros mismos el poder de elegir una meta y ofrecer para ella vuestra mejor versión.

Por eso corro. Les digo. Porque se me da mal. Pero me gusta. Porque disfruto. Porque soy feliz cuando corro. Y soy capaz. Cada vez más. Cada vez más.

-¿Veis de lo que hablo?¿Veis que correr es mucho más que correr?

En su silencio observo que tras la primera incredulidad, o tras la primera ironía, se asienta el germen del espejo. No es que ellos quieran ser como yo. No es eso. Ellos quieren ser como ellos mismos. Pero comprenden que en ese ser ellos mismos, como sucede tantas veces en la vida, hay múltiples opciones paralelas. En esta conversación se abre una mirada sobre sus yo futuros. Sobre lo que quieren realmente ser.

-Yo corro porque quiero superarme, porque quiero probarme. Quiero ser mi mejor versión. ¿Y vosotros? ¿Qué queréis pediros? ¿En qué versión posible os vais a convertir?

Y ahí lo dejo.