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Chito speaker, esa voz del trail

Nueva entrada de Irene De Haro

Irene de Haro

Chito speaker, esa voz del trail
Chito speaker, esa voz del trail

La última vez que le vi, me eché a llorar. ¿Por qué lloras tú?, me preguntó. Y yo no supe qué decirle. No tenía ni idea. Solo estaba feliz y emocionada por verle. Por la circunstancia, por el lugar. Y porque es mi amigo.

Estaba recogiendo mi dorsal para la Maratón del Ultra de Sierra Nevada. Con todas mis dudas y mis mierdas mentales, su presencia suponía para mí un talismán.

No sé si me gusta más su voz o su mirada. Yendo al terreno de lo meramente sensorial, claro. Porque de quedarme con algo, por supuesto, no dudo en destacar su corazón. Pero por ir por partes, ese modo tan suyo de modular la voz, esa calidez aserrada, profunda y sincera con que su voz te acoge, no recuerdo haberla encontrado en ninguna otra persona. Resuena como la de un padre, hacia el que vas para encontrar apoyo, para encontrar la seguridad de que todo ha de salir bien. Está llena de ánimo, de mesura, de verdad, de la palabra justa.

Pero sus ojos… si su voz es infinitamente acogedora, sus ojos son en sí mismos un hogar. Porque sonríen con sus carcajadas socarronas, y acompañan a las de sus pulmones. Porque están llenos de sinceridad.

Lo conocí en una situación en realidad muy fortuita. Era Bandoleros, y yo me había pegado 29 horas persiguiendo a Pablo, de posta en posta. Con frío y sueño, sabía que Pablo estaba ya a punto de llegar a meta. Me dediqué a guarecerme en los bares de Prado del Rey, a la espera de su entrada, con su hija, entonces de 10 años, que había sido una compañía paciente para aquella aventura. Durante los 155 kilómetros de la carrera, había visto a Pablo deshecho, después entero, después feliz, después concentrado, y también enfadado. Y también tranquilo y cansado. Fui testigo de los latigazos de su humor. Hoy en día corre muy de otra manera, pero entonces, las presiones de los tiempos que quería conseguir lastraban su disfrute. Y yo, que le acompañaba, era en algún momento testigo de impaciencias, enfados, frustraciones, de caídas morales, pero, sobre todo, de las resurrecciones típicas del fénix continuo a las que las carreras largas son tan propicias.

En aquella meta yo estaba ya agotada. El cansancio a veces me pone en los matices tristes de mi carácter. Y por el frío, y las largas horas de viaje, tenía el corazón algo azul. Pero allí estaba Chito. Radiando las entradas de los corredores. Celebrándoles el esfuerzo. Dándoles voz. Qué característico me parece ahora que sus resonancias decoren las carreras. Pero en aquel trance mío, Chito sonaba solo de fondo. Y yo no le escuchaba. Solo oía. Inflexiones, risas, modulaciones. Imposible no dejarse arrastrar hacia la fiesta por el simple modo en que todo quedaba impregnado de su energía. Imposible no olvidar las miserias pequeñas de tanto recorrido, y cambiarlas por el gozo del logro que estaba a punto de suceder.

Cuando llegó Pablo, yo corrí con él. No entré en meta a su lado, porque pensé que mejor que lo hiciera con su hija. Pensé que era mejor no arrogarme protagonismos en momentos vitales memorables, con ese carrerón espléndido y agónico que se había marcado. Pero aquello a Pablo le desconcertó. Porque se traía algo entre manos que una vez que lo supe, me sirvió de explicación de sus presiones y desvelos.

Nuestro Chito se lo olió. Y le enchufó el micro. Y le dejó hablar. Y Pablo me llamó, y cuando yo acudí, se puso de rodillas. Lo demás es historia: Pablo quería que ese esfuerzo de 155 kilómetros culminara en la meta con su petición de pasar el resto de la vida juntos, y con mi aceptación.

Yo recuerdo mucho ese momento. Pero no solo por Pablo. Lo recuerdo también por Chito, porque fue ahí cuando entró en nuestras vidas. En mi vida. Porque luego, la siguiente vez que lo vi le pregunté ¿te acuerdas de mí?, y me pegó un abrazo de calibre alto, y me dijo hombre, claro que sí Irene, pues claro que sí. Como quien te mira, y no solo te mira, sino que también te ve.

Nuestro Chito se precia de ser un contador de historias. Yo diría que sí, y diría más: él es un catalizador de historias. Porque cuando con él llegas a meta, con esos ojos, con esa voz, cualquier pregunta suya pone orden en el baúl sin sentido que son tus deseos, tus anhelos y tus porqués. Su palabra, redonda y atinada, espolea justamente eso que tú querías decir. Que te querías decir. Y transforma el acto absurdo de trasladar un cuerpo (el tuyo) durante muchos más kilómetros de lo que la razón pudiera considerar aceptable, en una narración coherente y verdadera.

Nuestro Chito es un fanal luminoso para un esfuerzo que a veces es vano y amargo. Nos acompaña, nos insufla ánimo y nos ayuda a verbalizar nuestro porqué.

Cuando vas acabando una carrera, cuando ya no tienes fuerza, cuando estás hasta la coronilla de sol, de piedras, de calambres y del sabor dulzón de los geles de mierda, la voz de Chito es una cuerda lanzada a la que te agarras y que te lleva casi sin darte cuenta a tu lugar. Y ese lugar, que unos kilómetros atrás en tu mente había perdido su valor, de repente se convierte en un escenario idóneo para sentirte fuerte, sosegado, valorado y con ganas de seguir volando hacia otras metas. Y no lo haces solo. Chito, que ya es de la familia, en esa alfombra, en ese arco de meta, con su voz y su mirada, también tiene mucho que ver.