¡Qué calor!, madre mía, ¡qué calor! Pocas veces me habréis oído pronunciar tales palabras con la cara desencajada y la voz desesperada… Aun siendo una corredora de alta montaña y haber dedicado media vida a la competición de esquí alpino y de montaña, me declaro una enamorada del calor. Adoro sentir un exceso controlado de temperatura y nunca tengo problema para salir a entrenar a cualquier hora del día en cualquier momento del año. Una gorra, protección 50, un bidón de agua y lo que me echen.
Desde que ha llegado Gil (mi niño), con Marc, mi marido, hacemos turnos para entrenar y no me importa quedarme con los momentos más cálidos de la jornada. Lo tolero bien y, hasta cierto punto, me gusta. Pero hace unos días, como de costumbre, me calcé las zapatillas a las 12 del medio día y salí a por el segundo round de la jornada. Un trote a ritmo medio de poco más de una hora. Un entrenamiento fácil a mitad de semana para recuperar activamente. Cambiándome dentro de la furgoneta ya notaba que me caían las gotas de sudor a chorro – os prometo que sudo poquísimo- y al salir de ella el bochorno me hundió, como mínimo, 10 centímetros. Pero soy de ideas fijas y si tocan 13 km, tocan 13 km y no existe discusión. Los primeros 10-15 minutos fueron soportables, pero poco a poco sentía que alguna cosa se estaba torciendo. Pesadez de piernas, el ritmo iba bajando mientras notaba una respiración ardua y perezosa.
Miro el reloj y, al ritmo que me marcaba, debería estar corriendo a unas 140-145 pulsaciones. ¡Mi sorpresa fue ver un 170! Sacudo la muñeca y la cabeza para despejarme, seguro que lo he visto mal. Vuelvo a mirar… 170, no hay duda de ello. Muevo la cinta del pulsómetro por debajo del sujetador, estará mal colocado, a veces pasa. Con la poca saliva que me queda en la boca, mojo los sensores, como si no estuvieran húmedos del sudor… Le doy un margen prudencial para que se ponga en órbita, me seco las gotas de sudor que están manchando la óptica de las gafas de sol y vuelvo a girar la muñeca hacia mi campo de visión: 168 pulsaciones.
Miro el reloj y, al ritmo que me marcaba, debería estar corriendo a unas 140-145 pulsaciones. ¡Mi sorpresa fue ver un 170! Sacudo la muñeca y la cabeza para despejarme, seguro que lo he visto mal.
Ingenua y tozuda, repito todo el serial anterior: sacudo la muñeca y la cabeza, muevo la cinta del pulsómetro, mojo los sensores, dejo un margen de tiempo prudencial y vuelvo a mirar… No es necesario que diga a cuantas pulsaciones iba, ¿verdad? Disparadísima, torpe, con ganas de ponerme a andar al mínimo repecho. Pero con tanto mirar pulsaciones y mover pulsómetro me han pasado unos minutos de oro y mi mirada ya alcanza el aparcamiento. Llego a la furgoneta casi a cuatro patas, la abro y me quedo parada con la puerta corredera abierta, que vomita un bochorno infernal, con la mirada perdida y sin capacidad de raciocinio me repito: ¡Qué calor! madre mía, ¡qué calor! ¿Será esto el desierto?...