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Dulce que te quiero dulce

Mi relación de amor-odio con la comida

Nerea Martínez

Dulce que te quiero dulce
Dulce que te quiero dulce

Casi puedo oler los recuerdos. Esos aromas que impregnaban la casa de mis abuelos cada vez que se abría la puerta de la cocina. Veo a mi abuela siempre trajinando junto a los fogones, haciendo de cada plato, por muy sencillo que fuera, una delicia. Habían sufrido los rigores de la guerra, el hambre, y para ellos comer era ahora un privilegio. Las reuniones familiares, celebraciones, transcurrían alrededor de la mesa, y entre bocado y bocado pasaban las horas inmersos en largas tertulias. Comíamos bien, productos naturales, de la tierra, saludables desde un punto de vista nutricional, pero tal vez en exceso. Para mí, que tan solo era una niña, no suponía esto ningún problema, ni seguramente fuera consciente de ello.

Familia de tradición montañera, no pasaba un fin de semana sin que hiciéramos una excursión. Siempre inquieta y activa, más aún cuando me consagro en cuerpo y alma a la dura disciplina de entrenar a diario en la piscina, no veía razón para plantearme si lo que comíamos era mucho o poco; todo lo gastaba.

Mi madre no heredó las dotes culinarias de mi abuela. Las circunstancias también eran otras. Empleada de banca desde los dieciocho años, no creo que le quedaran muchas ganas de dedicarse a la cocina. Pero comíamos bien. Lo que nunca encontraríamos en casa serían productos como Nocilla, Colacao, bollería industrial, cereales de desayuno... pero nunca nos faltaron nuestros buenos bocadillos y fruta para el almuerzo y merienda. Solo los fines de semana y sobre todo después de una competición, hacía una concesión, agasajándonos con algún capricho. Era una ocasión especial y esperada, momentos de complicidad compartidos con mi madre alrededor de un dulce, y que aún hoy en día seguimos manteniendo cada vez que tenemos algo que celebrar (y si no, nos lo inventamos). Seguramente muchos psicólogos encontrarán la razón de mi deseo por el dulce en mi infancia, asociado a una especie de “premio”; yo creo simplemente que disfruto con una buena taza de chocolate caliente, una sabrosa tarta de manzana o un delicioso helado, y si es  compartido con la gente que quiero, mejor que mejor  

Entre piscinas, libros y “premios” transcurre mi infancia y adolescencia, sin motivos para inquietarme por mi alimentación y menos aún por mi peso.

Al acabar la selectividad decido posponer mis estudios universitarios para lanzarme a la aventura de arreglármelas yo sola en un país extranjero donde aprender el idioma. Elijo París como destino. Toda mi vida estructurada se tambalea. Trabajo en una casa cuidando a un niño y realizando las labores del hogar. Vivo en una habitación de huéspedes, como ellos lo llaman. Hay una pequeña placa eléctrica sobre una encimera, una cacerola y una sartén. No tengo nevera. Esto y lo poco que me gusta cocinar, todo hay que decirlo, contribuyen al caos. Como a cualquier hora, cuando tengo tiempo y hambre, todo ya preparado, rápido y sin prestar atención a la calidad de los alimentos. A pesar de correr seis días por semana, mi peso se resiente. No será hasta mi regreso a casa cuando tome conciencia de ello. Con unos kilos de más y unos malos hábitos adquiridos (pero un idioma con el que podía manejarme, no todo iba a ser negativo) retomo los entrenos de atletismo a lo que se suma la piscina y el descubrimiento de la bici. Tengo la firme determinación de prepararme para mi primer triatlón. Horas de ejercicio, clases en la universidad, trabajo en una piscina... todo vuelve a la normalidad.

Unos años mas tarde y ya inmersa en el fascinante mundo del triatlón, me traslado a Madrid con una beca deportiva para entrenar y vivir en un centro de alto rendimiento. Podré consagrarme a lo que más deseo, nadar, pedalear, correr, sin tener que preocuparme de nada más. En un ambiente totalmente deportivo, la imagen corporal cobra un peso, nunca mejor dicho, fundamental, rayando la obsesión. Me siento señalada por no estar “fina”. Persigo de manera enfermiza ese “peso ideal”, alternando periodos de privación con atracones varios. El objetivo es eliminar esos kilos de más, alcanzar el cuerpo perfecto. Mi relación con la comida se deteriora hasta el punto de convertirse en el enemigo. Incapaz de controlar la situación, surge el sentimiento de culpa.

Atraída por los raids, abandono la residencia para vivir por mi cuenta. Mi alimentación depende una vez más de mis elecciones a la hora de comprar y cocinar. Motivada por aprender y conocer los entresijos del cuerpo humano y su relación con la alimentación, leo con pasión libros sobre esto. Obsesionada con adelgazar, tal vez la elección no fuera la más idónea. Caen en mis manos libros como la dieta de la zona, la dieta del grupo sanguíneo, los secretos eternos de la juventud, la enzima prodigiosa, el arte de saber alimentarte, la dieta del genotipo, la isodieta, la paleodieta, nutrición en el deporte, la guía completa de la nutrición del deportista, libros sobre vegetarianismo (empiezo a plantearme de donde viene lo que comemos y la idea de una alimentación libre de sufrimiento animal empieza a emerger en mí. En otra entrada hablaré del tema) e incluso realizo un curso de nutrición deportiva, absorbo todo lo leído y pongo en práctica muchas de las indicaciones, observando las reacciones de mi organismo. Atravieso etapas donde me acerco al ideal perseguido y otras donde me alejo ostensiblemente. Constato que no son tanto el tipo de dietas sino el momento anímico en el que me encuentro lo que influye decisivamente en mi forma de comer y por tanto, en mi peso. Con la llegada del invierno; el frío, las pocas horas de luz, la escasez de competiciones, la reducción del volumen de entrenamiento… Mi ánimo decae y soy más vulnerable a descontrolar la alimentación. Cuando más en forma me siento, mayor es mi voluntad a la hora de cuidarme y se inicia así un proceso inverso muy estimulante. Advierto también como mi cuerpo, cada vez más habituado a esfuerzos de largo aliento, se va haciendo ahorrador y cada vez necesita menos. Incluso me sorprendo por los cambios corporales, seguramente por acumulación de líquidos, los días de descanso o tras una carrera de larga distancia. El cuerpo es una máquina que responde para bien o para mal a los cuidados o agresiones que le procuramos o infringimos.

Empiezo a ver los alimentos como la gasolina que hace funcionar mi cuerpo. Ya no me preocupa tanto si engordan o dejan de engordar, sino si estoy procurando a mi organismo los nutrientes necesarios para que trabaje adecuadamente. Es cierto que el cuerpo tiene una capacidad de adaptación asombrosa, pero si no le damos alimentos de calidad, acabará quejándose de una u otra forma, y tengo claro, por encima de todo, que lo que más deseo es continuar con mi práctica deportiva del día a día, sin desfallecer motivado por una inadecuada alimentación.  

He aprendido en estos años, observándome, como éste es un problema que afecta a muchos deportistas (más a ellas que a ellos por los estereotipos sociales que marcan lo que es un cuerpo “ideal”), el error de base reside en el planteamiento que hacemos respecto a la comida. Se busca una dieta, unas pautas que nos hagan adelgazar en lugar de aprender a comer de manera equilibrada y saludable para estar sanos y con la energía necesaria para afrontar nuestros entrenamientos.

La comida ha dejado de ser mi enemigo. Controlo lo que como, pero sin obsesiones, aportando al organismo combustible del bueno. Y sí, me procuro mis caprichos, siendo consciente que tal vez no sea lo más adecuado nutricionalmente hablando, pero disfruto el momento, libre ya de ese sentimiento de culpa, pero siendo consecuente con mi decisión. No tengo el cuerpo que hubiera deseado y aún a sabiendas que con algún kilo de menos mi rendimiento sería mayor, estoy en paz conmigo misma aceptando que no podría negarme a un dulce.

Que duda cabe de que un peso extra influirá negativamente en el rendimiento deportivo. Mas no creo que nadie que esté leyendo esto vaya a participar en unos Juegos Olímpicos, así que está muy bien cuidarse, es más, debemos hacerlo por salud pero sin desatender el equilibrio emocional. Privarte constantemente de ese dulce u otro “capricho” que te apetezca (sé que muchos estaréis pensando en la cerveza y aunque nunca defenderé la ingesta de alcohol, beber de forma moderada y responsable puede incluirse en estas concesiones de las que hablo), convirtiéndote en esclavo de la rigidez, acabará a buen seguro, resintiendo tu estado anímico.

Alimentémonos de forma consciente, cuidadosa y consecuente con nuestra filosofía de vida para poder disfrutar del deporte que tanto nos gusta, pero sin caer en los extremos. Y sobre todo, sintámonos agradecidos por poder elegir.