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Una lección sobre la vida: Jorge Abarca y la ELA

Un relato de Irene de Haro

Irene de Haro.

Una lección sobre la vida: Jorge Abarca y la ELA
Una lección sobre la vida: Jorge Abarca y la ELA

“Un día noté que no podía hacer bien la pinza con los dedos de la mano derecha. Así (y me lo muestra con un gesto). Me empezó a costar abrocharme los botones, y pensé: qué cosa más rara. Pero ya está. Y luego, otro día, como la cosa no mejoraba, fui al médico, y después de que me miraran y me hicieran muchas pruebas, van y me dicen: ‘tienes ELA’. Y te explican qué te está pasando y qué te va a pasar. Y tú, que corres ultras, que estás justo en ese momento hecho un toro (de verdad que nunca había estado tan tan bien de forma) dices ¡venga ya! Y sales a correr al día siguiente como si nada. A correr. Con tu cuerpo. A correr”.

En esa sala acogedora de un gimnasio donde Jorge hace su rehabilitación, con la luz tan extensamente entrando a través de una cristalera, con el frío tan intenso en la calle, así comienza Jorge su relato. Sin preliminares, ni aterrizajes, ni paños calientes. Con sus ojos claros vivos. Bajo la observación de su hermano Migue, que se nota cansado, y que escucha el relato desde la indefensión de quien vive con toda la dignidad que puede un imponderable así…

Jorge se ha subido a una cinta de correr muy especial. Le han puesto de pie de su silla (“hace pocos meses aun me levantaba solo”, dice, y sonríe) y le han colocado una especie de pantalón de neopreno, ancho, que se une a través de cremalleras a otro ingenio que lo sujeta a la máquina. Cerrada la cremallera, llenan de aire el habitáculo que se le hace de cintura para abajo, y que recoge a su cuerpo. La cinta simula un entorno con menos gravedad de lo normal. Y así Jorge se sostiene y camina. Recuerda a un tacatá. Camina firme. Adelante un rato. Y hacia atrás. Con el cuello sujeto por un collarín, su cabeza no se va hacia los lados. Y mantiene su mirada alta. Habla fatigado, porque yo le fuerzo con descortesía a que me cuente de su vida. Porque quiero escribir un artículo sobre él.

¿Me lo permites, Jorge? ¿Me dejas escribir unas letras sobre ti? ¿Me dejas intentar que todos vean lo que yo veo? ¿Me dejas hacerles partícipes de tu lucha, de tu fuerza?

Jorge corría. Jorge era un gran corredor. Corredor de ultras. Y en su vida corría la carrera de ser padre, de ser esposo, de ser hermano y de ser trabajador. Y era bueno. De hecho, es bueno. Mejor incluso que la mayoría.

Corría ultras. Carreras largas. De esas exigentes, que te piden cabeza y templanza, que te demandan aguante. Jorge era de los rápidos. De los que quedaban bien situados en las tablas clasificatorias, de los que hacían tiempos más que decentes.  Y la ELA, lo escogió. Primero en su mano derecha. Se le anunció, pero, “¿sabes?”, me dice Jorge, “desde sus primeros síntomas, desde esa toma de conciencia tan brutal que supone saber que estás al comienzo de un camino al abismo que no tiene vuelta atrás, después de los llantos, de las oscuridades, del pánico (¿pánico? ¿Sirve esa palabra para esto?), después de que comprendes que no es una elección sino que es tu vida, hay un momento de inmensa gratitud: ese que ocurre cuando eres tan plenamente consciente de que aún masticas regalos de la vida que la vida te va a arrebatar. Y sabes cómo y cuándo lo hará. Pero mientras, mientras… mientras tú eres aún dueño transitorio de tu cuerpo, y mientras decides que pase lo que pase serás dueño de tu vida, sean cuales sean tus condiciones, porque ella, por dura que resulte, aunque veleidosa…  merece la pena… y cuando lo sabes… tú quieres vivir. Ahí, en esos tiempos en los que aún la ELA no era sino aún un barrunto, y yo corría, y salía al monte, y yo respiraba el aire de mi cara,  abrazaba a mi mujer con todos los poros de mi cuerpo, y a mi hija (quería no solo besarla, sin morderla, tocarla con la raíz de mi propio corazón…) esos tiempos, esos, no los viví nunca antes, y no los vive nadie. Porque nos creemos que vamos a estar aquí siempre, que somos eternos, y que hay tiempo para quejarse de gilipolleces en lugar de correr, de besar, de reír o de amar.

Fue un tiempo muy feliz. Porque yo tenía ELA. Porque encima la vida me había tirado una piedra de tamaño universal. Pero era vida. Finita y preciosa”.

¿Y ahora?

“Pues ahora también vivo. Yo estoy vivo y yo quiero vivir. Y caminar en esta cinta. Y que me suban los brazos en esa máquina de astronautas, para estar lo más fuerte que yo pueda estar. Lo más ágil. Lo más cuidado. Lo más vivo que me sea posible. Y vivir. Cuanto pueda. Cuanto pueda yo vivir en este cuerpo”.

Jorge se ríe. Tiene mucho sentido del humor y hace reír. Jorge movía los brazos anclados a una máquina, y decía que parecía un torero dando pases. Sí señor, Jorge Abarca. Un torero con un toro muy muy bravo por delante. Pero él decidido a torear.

Este es el panorama. Y sabiéndose con ELA, decide que ya que tiene que recorrer este camino, puede darle sentido. Y es por eso que Jorge es la cara más visible de todo un entramado de amigos que hacen retos deportivos para concienciar sobre  la esta enfermedad: como Ñusi, que es un ángel que subió al Veleta, paso a paso sus casi 50 kilómetros, para que todos, para que yo supiera que Jorge existe. Y que tiene ELA, y que es una putada. Y que algo hay que hacer, porque la ELA no es que sea una enfermedad rara: es que los enfermos no son un mercado estable en el que poner un horizonte de interés: “nos morimos pronto”. Me dice Jorge. Y me mira muy fijo. Y traga. Pero no me deja de sonreír.

Jorge tiene una familia maravillosa (su Maribel, que lleva llagadas las entretelas de su corazón, de tanto amor, de tanto dolor, de tanta prueba que le pone la vida); su hija, aún pequeña, ya tan adulta sobre el mundo. Jorge tiene a su entrenadora Vane. Jorge tiene a su amiga Ñusi. Y a su hermano Migue, que por lo que sé es un héroe que merecería un capítulo solo para él. Y a más gente. Que le ayuda. Que está con él. Que le quiere.

Pero Jorge sabe que la enfermedad no es no sentir su mano, ni no poder moverla. Su enfermedad es, sobre todo, el continuo proceso de aclimatación al dolor que supone observar las progresivas pérdidas. Sabe que su enfermedad es un continuo tirar de los demás, para todo. Pedir. Que te sienten. Que te levanten. Que te den de comer. Que te coloquen el puto pliegue del calcetín, porque tú lo estás notando que está mal. Y ver cómo ese puto pliegue, cómo ese guisante que se escapa del puto tenedor, cómo el trasiego hasta el servicio… no es que te minen a ti: desarbola a los demás, que, sin ayuda, con el único consuelo de la devoción que solo el amor verdadero da, se vuelcan contigo y aparcan su propia existencia.

Yo Jorge, que no te conozco mucho, he cruzado en este punto mi vida con la tuya, y ya te quiero. Y quiero una medicación dignamente investigada para ti. Y quiero que la silla que usas no te tenga que costar pagarla. Y quiero que pueda venir a tu casa alguien que te levante y que te siente, que te ayude, y que lo haga con cariño pero no por amor: que lo haga porque sea posible que alguien en este país atienda a personas como tú. Y te curen de la enfermedad que supone el roce continuo y doloroso de tu alma misma con la realidad que afrontamos. Con sus miserables pliegues en los calcetines.

Jorge, en tu manera de mirar, en tu modo de aferrarte a todo lo que posees (eres rico, Jorge Abarca querido, eres millonario por el valor de tu ánimo) hay un recorrido infinito, una carrera sin meta, de incontables kilómetros, que se llama vida.

(En Granada el Club ‘Cualquiera puede hacerlo’ ha organizado distintos eventos bajo la marca #run4Ela. Hay un interesante movimiento de apoyo en este sentido que se puede seguir a través de distintas redes sociales, como en Facebook en: www.facebook.com/RetoELAJorge)