Hola, mi nombre es Nerea Martínez y soy adicta al deporte.
Generalmente la palabra adicción encierra en sí misma una connotación negativa. Podría decirse que sufro de una dependencia total y absoluta de una actividad en cuya ausencia mi carácter puede llegar a transformarse (por supuesto con los años he logrado controlarlo… o eso creo... habría que preguntárselo a Tito que es quien me sufre).
Preguntada muchas veces por las razones que me empujan a entrenar a diario como si me fuera la vida en ello y según muchos, a “castigarme” como lo hago, he tratado de mirar dentro de mí en busca de respuestas. Seguramente que las razones que me empujan ahora no son las mismas que lo hicieron años atrás y nada tendrán que ver con las que me impulsaron a la edad de nueve años a meterme en una piscina y convertir la natación en el centro de mi vida. Es posible que en esta época ni siquiera hubiera una razón, simplemente quería nadar. Pero no solo eso, deseaba hacerlo bien, es más, anhelaba ser la mejor. Mi carácter empezaba ya a mostrarse. Perfeccionista, tenaz, persistente, no perdía ni un solo día de entrenamiento, consagrándome a mi gran afición de forma espartana. Odié los domingos (salvo cuando competía) por ser el único día de descanso. Esperaba fervientemente la llegada de una nueva semana que me depararía metros y metros en la piscina que se convirtió en mi segundo hogar, por no decir el primero, porque era allí donde yo me sentía feliz. A los doce años mi entrenador me propone doblar sesión de lunes a viernes; fue para mí una bendición. En el colegio, durante el recreo, vestía ya mi bañador bajo la ropa y cinco minutos antes de que sonara el timbre anunciando el final de las clases, tenía todo recogido para salir corriendo. Han transcurrido más de treinta años, pero aún me veo vestida de colegiala, en zapatos, la mochila a la espalda, correr por las calles que separaban el colegio de la piscina. Tal vez aquí se empezó a fraguar la corredora que hoy soy. Por las noches, segunda sesión de agua y vuelta a casa exhausta; recuerdo cenas donde mis cansados brazos apenas sostenían los cubiertos. Era lo que yo había elegido y amaba lo que hacía. Con dieciséis años una vuelta más de tuerca. Entro en un grupo de tecnificación y paso a nadar tres sesiones diarias, mañana, mediodía y noches. Independientemente de los resultados, a veces frustrantes (porque el deporte de competición no siempre es satisfactorio cuando persigues unos resultados concretos), yo sólo pensaba en entrenar. Terminar el día derrotada, con la satisfacción del deber cumplido, me hacía sentir especialmente bien conmigo misma. Consciente sin embargo de que mi etapa como nadadora estaba llegando a su fin (ya no había de donde sacar por más que me esforzara) mis ansias de actividad me llevaron al atletismo y posteriormente al triatlón.
Esta nueva modalidad, con tres disciplinas que practicar, colmó todas mis expectativas. Nadar, pedalear, correr... horas y horas de entrenamiento... no podía pedir más. Creo que en esta época, a la complacencia que experimento tras cada entrenamiento, empieza a sumarse una nueva razón por la que hacer deporte, la imagen física. Nunca hasta entonces me había preocupado por este tema. Mi día a día era un sin parar y en mi casa siempre hemos sido de buen comer. Sin embargo empiezo a constatar que el hecho de hacer tanto deporte no me da licencia para comer lo que quiero y que debo de controlar la alimentación si no quiero estar por encima de mi “peso ideal de competición”. Esto se hace más patente desde el momento en que entro en la Selección Española de triatlón y me traslado a Madrid para vivir y entrenar en el centro de alto rendimiento. Desde luego, no es la única razón por la que entreno mañana, día y noche, pero el peso se convierte en una obsesión. Creo que aún hoy día guardo reminiscencias de aquella época. Descubro también que perderme en la sierra madrileña explorando nuevas rutas sobre la bici, me proporciona un placer increíble. Me encanta competir, pero sobre todo entrenar y más que nada, pedalear largas horas. Y así voy construyendo, casi sin darme cuenta, mi vida alrededor del deporte.
A esta etapa le sucedería una nueva como raider. Aprendo a remar, patinar, montar a caballo y la montaña se convierte en mi nuevo patio de recreo, abriéndose ante mí un sinfín de posibilidades. Ya no compito por mí, lo hago en equipo y descubro la satisfacción de darlo todo por ellos. Busco constantemente la aprobación de mis compañeros y el resultado colectivo se convierte en la prioridad. Conozco mundo corriendo en los raids internacionales más importantes del momento y voy forjando mi carácter a base de enfrentarme a situaciones que exigen lo mejor de mí, física y mentalmente.
De forma natural desemboco en las carreras de montaña y de nuevo la individualidad de la competición se convierte casi en una necesidad. Para entonces mis circunstancias personales han cambiado, tengo trabajo, perros y una pareja a los que hay que dedicar tiempo. El deporte continúa siendo una prioridad, pero ellos también lo son y debo buscar el equilibrio. Cuestión de organizarse y plantearme objetivos acordes a mis circunstancias personales. Mis horas de entrenamiento se reducen. Sí, por supuesto que sigo entrenando todos los días, pero ya no es como antes. Acepto además que para llegar en condiciones óptimas a las carreras, debo descansar y aunque a veces me supone un gran esfuerzo, es parte del juego si uno lo que busca es rendimiento y no sólo disfrute. Aquí surge siempre mi lucha interna y aunque trato de que impere la cordura creo que no siempre lo logro; probablemente compita en exceso y así es imposible rendir al máximo en cada carrera. Lo asumo. Centrarme en objetivos a largo plazo y prepararlos minuciosamente supondría renunciar a correr muchas otras carreras. Finalmente antepongo el disfrute del día a día al rendimiento. Se trata entonces de ser consecuentes con lo que uno decide y hace.
Creo que nunca he hecho deporte buscando el aplauso de los demás. Pero con el auge de las redes sociales, parece que uno pierda a veces la perspectiva. Claro que me gusta ganar, subir al podium, que me feliciten, ver mi nombre en facebook, alimentar en suma mi ego... Pero los éxitos, e incluso los fracasos, son efímeros. Sólo queda el camino, los momentos compartidos, las vivencias... o así debiera de ser.
En definitiva, satisfacción y superación personal, búsqueda de resultados, control del peso, reconocimiento social... razones todas para consagrar una vida entera al deporte. Pero sobre todo hacer lo que hago porque me hace feliz. Así, posiblemente, aunque el día de mañana la competición ya no me llene, yo seguiré moviéndome de un modo u otro, porque el movimiento me hace sentir viva.