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La Huella de Karl Egloff

“Los amigos, la familia, tu pareja… todos te apoyan pero hasta un punto, y ese punto tienes que entender cuál es"

Karl Egloff

Karl Egloff, en una competición de montaña
Karl Egloff, en una competición de montaña

Son las 5 de la mañana, fuera está oscuro y una vez más le he ganado al despertador, mujer e hijo profundamente dormidos, pero las obligaciones llaman.

Me levanto como si el piso fuera de vidrio y bajo mis pies hubiera 500 metros de caída libre. Cada paso respiro para no despertar a nadie con el más mínimo ruido. Con la luz del móvil agarro la primera camiseta y short que encuentro en el armario y bajo las escaleras. Llego a la cocina y mi perro ya sabe: “nos vamos a correr". Así que empieza el coro de bienvenida, corro a cerrar todas las puertas para que no hagan ruido. El momento crucial de la mañana ha llegado: ¡mi café! Ese café que tanto soñé tomar de madrugada. Me lo tomo a tiempo, lo disfruto, espero unos 10 minutos para digerirlo y salgo por la puerta trasera, ya que la puerta principal siempre hace ruido. Me pongo mis zapatillas. Finalmente enciendo el reloj, mi perro me viene a ver, abro la puerta y comienza la aventura. A tan sólo dos kilómetros entramos al sendero. Subimos, saltamos, bajamos, abrimos camino, saltamos charcos de lodo, disfrutamos cada paso al correr.

Uno es libre y cada día me dejo llevar por los senderos. No planifico nada con anticipación, no escucho música, quiero oír y sentir la naturaleza. Los senderos son empinados y técnicos, así como me gustan. Pongo ritmo.

Intento competir con mi perro pero es imposible ganarlo. Siempre aprendo de él. Su agilidad, su valentía al ver un talud, su arranque y, sobre todo, cuánto disfruta el ser libre. Ha pasado ya una hora o más y me sorprendo por ello. Volvemos ya con un sol penetrante pero seco, típico de la sierra, a 2.500 metros de altura.

Llegamos a casa, enseguida vamos a la manguera. El perro está listo para el baño. Como todos los días, lo baño completamente y luego me toca a mí. Las zapatillas las dejamos como nuevas para secarlas con el sol. Entro a casa, mi mujer ya está lista para salir a correr, me pregunta rápidamente cómo me fue, me entrega a mi hijo y… ¡Pum! Se fue. Me pongo a jugar con él, me ducho rápidamente, me visto como Superman, bajamos a preparar el desayuno para todos, barremos la casa y un poco después desayunamos todos juntos. Regreso a ver el reloj. Son las 9 de la mañana, hora de trabajar. Con el segundo o tercer café en la mano me dirijo a la oficina, me pongo al día en el correo, se vienen ocho horas de oficina para volver a salir de tarde si me alcanza el tiempo.

Esto es un día común entre semana para mí. Soy 100% feliz. Los fines de semana salgo a guiar en la montaña o a correr largas distancias en la montaña por mis senderos favoritos.

En la vida no importa el nivel que tengas, nunca el entrenamiento y el deporte serán lo más importante. Uno es egoísta, siempre quiere entrenar más y se olvida de que llega un momento que te quedas sin nada. Los amigos, la familia, tu pareja…, todos te apoyan pero hasta un punto, y ese punto tienes que entender cuál es porque es muy fácil por ambición ignorarlo.

¿Dejar de trabajar? El sueño de todo deportista pero por más que cuentes ahora con marcas que te respaldan, toda vida útil competitiva tiene su caducidad y es ahí donde te preguntarás: “¿Por qué nunca trabajé y preparé mi vida para este momento?".

Amo el deporte, es parte de mi vida, no podría sin el mismo, nunca tuve una etapa sin él, pero nunca fue, es, ni será lo único, ya que tengo miedo de mirar atrás sin poder corregir las ambiciones. Ser feliz no se compra, se construye.