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Depresión

Qué alegría daba esa instantánea sonrisa suya

Irene de Haro

Depresión
Depresión

No muchas veces, pero sí en alguna ocasión he escuchado comentarios sardónicos sobre la depresión. “Una baja por depresión, ¿eso quién lo dice? Mucho cuento es lo que tiene”. En fin. Qué decir. Cómo explicar qué significa padecerla, qué clase de invasión del cuerpo y de la mente es esta enfermedad. Y qué poco tú mismo llegas a ser cuando te ha inundado, como si sólo quedara de ti el pellejo hueco, a pesar de que todos creen que sigues vivo.

Para mi desgracia la he tenido muy cerca. Y de un modo u otro la he podido vivir. No me las voy a dar de nada, porque no puedo meter sino la pata si intento meterme en análisis muy técnicos,(doctores tiene la Iglesia), pero sí me voy a atrever a romper una lanza por el deporte cuando las condiciones de tristeza nos han medio devastado. Para evitar la devastación completa.

Una persona a la que quiero mucho, me decía muy a menudo cuánto le salvaba de su tristeza el deporte. Había, en muchos sentidos, perdido ya la vida, pero de vez en cuando se proponía dentro de su impotencia, volver al mundo. La depresión te deja perdido. Te deja incomprendido. Te aísla, porque en esta sociedad del “buen rollo”, no está nada bien visto que estés triste, que estés varado en un pensamiento que te inmoviliza como en un lodazal. Qué útil sería que, aunque solo fuera por un minuto, pudiéramos experimentar qué lleva por dentro el otro. Porque la tristeza del deprimido no es de este mundo. No es explicable. Es química, es un puro desajuste que se traduce en oleadas odiosas de hormonas del sufrimiento. Y a veces, de tanto sufrimiento, no quieres vivir. Es más: te quieres morir.

Esa persona a la que yo tanto querré siempre, a veces, cuando podía tomar un poco de perspectiva, cuando se miraba y comprendía que estaba arrojado a un pozo de paredes lisas, luchaba por salir. Quería estar mejor. Y desde su indefensión, buscaba opciones factibles. Y hacer deporte siempre era una respuesta. Salía con su bici. Y se perdía horas y horas. Y a la vuelta, era otra persona. Y te lo contaba. “Hoy estoy mucho mejor”, decía. Y su gesto era otro. Era relajado. Era aliviado. O salía a correr. O salíamos a correr. Y no hablábamos, porque no hacía falta. Porque así no existían las cosas tristes. En todo caso, nos corregíamos una pisada, el gesto de los brazos. O nos echábamos un sprint final cuando la ruta se nos acababa. Qué bien sentaba hacer explotar el corazón en lo último, cuando el sentido común exigía una “vuelta a la calma”. Pero quién quería volver a la calma. Solo deseábamos vivir. Estar vivos. Él también quería estar vivo entonces. Qué alegría daba esa instantánea sonrisa suya.  

Así es. Las personas con depresión tienen momentos de clarividencia. Y entonces se cuidan y toman decisiones. Y a veces descubren bálsamos que les hacen bien. Y poco a poco les dan otra perspectiva de la vida. Y conocen gente. Y tienen ganas de salir, de mejorar, de ver más y más. Y entre esos bálsamos, como tantos otros que quizá pueda ofrecernos la existencia (vivir es esencialmente un milagro… porque, bien pensado, ¿cuál es la otra opción?) correr es uno. Y correr por la naturaleza, que no te exige más que tener los ojos abiertos para ver los rayos del sol a través de las hojas, puede ser un asidero tan firme y real como lo es el amor, que tantas veces nos salva, y que, dicho sea de paso, debería ser incondicional por parte de quienes rodean a estas personas. Por difícil que resulte.

Este mundo loco ha salido a correr en masa. ¿Lo habéis notado? ¿Será porque la vida se ha vuelto exigente de más y nos entristece, y corremos en pos de una endorfina que nos salve? ¿Será porque correr nos reconcilia con el cuerpo que ocupamos, con la tierra que pisamos? ¿Será, muy simplemente, que correr es mucho más que correr, y que a sus ritmos nuevos nuestros corazones experimentan placeres que nos devuelven a lo sencillo, que nos quitan de pensar?

Ojalá que esto fuera una solución definitiva contra la tristeza. No me atrevería yo a decir tal cosa. Pero correr, o ir en bici, o bailar, o caminar, o lo que se quiera que se haga con el cuerpo, nos protege muy a menudo de ese cazador que se llama mente y que a veces se vuelve carroñero y brutal contra nosotros mismos