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Soy montaña, por Irene de Haro

Intracrónica de un viaje especial al trail 'La sonrisa de Rafa' con Chito y Silvia

Irene de Haro

Soy montaña, por Irene de Haro
Soy montaña, por Irene de Haro

Qué dulce es siempre cruzar la línea de meta. Y en el trail La Sonrisa de Rafa, lo fue especialmente. Porque se acababa un viaje que duró unas tres horas, con sus paradas, con sus ratos de coger resuello. Sin prisa ninguna porque, a la carrera no iba yo a competir, no iba yo con la intención de achucharme. Mi viaje era mejor: era el viaje al corazón de dos personas. Y al mío propio.

Chito y yo ya hicimos esta aventura juntos el año anterior. Y compartimos mucho. Un lapso de tiempo que a mi entender nos hizo amigos. Y en esta ocasión, hemos repetido el baile.

-Vamos a ir con Silvia -me dijo.

Y así, fuimos los tres. Que somos muchas cosas, pero corredores no. Y nos comprometimos con Rafa. Y con su sonrisa. Cada uno por nuestros motivos, le dimos esa andadura a nuestro corazón.

A Chito lo quiero. Porque no se puede no quererlo. Es bueno y amable. Y nunca (aun habiéndole conocido situaciones en las que la ocasión lo merecía), le he visto una mala cara. Chito es un alma y una fiesta. Y cuando te abraza, te alinea. Te arregla.

Él iba contando y escuchando en la conversación. Se ríe con ganas y mira con ternura. Y va hilvanando su relato de lo vivido con sus ojos absorbentes. Con su atención, tan exacta, tan certera. Tan convertida luego en historias. Y sus historias no son solo historias. Son ventanas al mundo y al alma de los otros. Y por eso le quiero. Por multiplicar el mundo. Y por estar en él. Porque con él, el mundo es mejor. Y a mí me gusta saber que en el mundo hay una persona así.

Silvia es una mujer fuerte. Ese es su rasgo principal. Y luego hay otros. Es franca, es sensible, es grande y es hermosa. Pero sobre todo es fuerte. Como una piedra. Sus ojos brillan siempre, y su corazón late con la especial cadencia del que mira frente a sí y no solo mira: también ve. Un rato con Silvia hace que encima de la tierra uno esté de otra forma. Te cambia la pisada, la respiración y el pálpito, porque con ella todo importa. Cada minuto de vida es vida. Y cada palabra suya es un hálito fulgurante. Porque ella comprende la verdad de qué significa vivir. Con su luz. Y con su sombra. Porque también sabe muy bien qué es morir.

Chito lleva un claro exceso de ropa. Va a sudar. Porque va equipado como quien no tiene costumbre de correr por montaña. Lleva su ropa excesiva y su mochila excesiva, casi vacía. Así, a lo largo de esta jornada de tres horas, irá llenándola de distintas cosillas: conversaciones, briznas de hierba y piedras. Piedras con forma de corazón que le portea a Silvia. Porque también, en algún sentido, durante ese rato, Chito portea el corazón de Silvia. Y a Silvia, ese ratito, quizás le pesa un poco menos su carga.

Silvia lleva su dorsal porque ese día se atreverá no solo a ser montaña, sino a hollarla. Debajo este, tras esa sabanilla de papel con su número en la competición, se prende otro dorsal hecho de tela. Con un 101 pintado. Ese número no es pasajero. A partir de un instante, un mes de junio, ese número comienza a ser para siempre el último que nunca iba a vestir su hijo Dani para el Ultra de Sierra Nevada. David Kala. David, que es montaña. Y que la montaña se llevó.

Silvia es una madre que ha perdido a un hijo. ¿Qué más voy a decir?

Se presentó en la salida de La sonrisa de Rafa. Y allí trenzó su alma con Isabel, la madre del pequeño en cuyo honor nos reunimos. Y en ese abrazo la comprensión fue infinita. Y el resto de los sentimientos, nadie puede si quiera atreverse a describirlos de no ser que soporte el espejo de la misma pérdida.

Yo me iba entreverando con ellos. De un lado a otro. En la montaña. Con sus verdes tan intensos. Y su musgo (cuánto musgo había, por Dios Santo, qué bonito y qué fresco). Sintiéndolos y pensándolos. No solo hasta la meta, sino más allá, en ese trail que se llama vida.

Íbamos riendo. Mondados, recordando anécdotas. Saltábamos de un chascarrillo a otro. Tuvimos un ratito para las miserias de carrera. Que si las rozaduras, que si los malos ratos. Hablando de pasiones y experiencias. E íbamos jaleando a los voluntarios, y dándoles las gracias. Por estar ahí.

Pero si había un río, Silvia colocaba su cuerpo acuclillado y su mano se hacía agua. Ella era agua. Y cielo y tierra y montaña. Y Chito, a su lado, era un poco su columna vertebral.

Fuimos hablando de comida. Respirando fuerte. Sudando con ahínco. Coronábamos los cerros más que ningún otro corredor. Porque allá arriba, en todo lo alto, refrendábamos cada conquista. Oteando el horizonte. Masticando cada verde como si en ese lapso la pupila cincelara en su fondo la belleza de la que era testigo. Hicimos más carrera que nunca. Con cada pisada. Con cada risa. Dándonos una de chistes y otra de confesiones. Y compartiendo el tonelaje, cada uno, de nuestro corazón.

(Aquí tenéis más información sobre la figura de David Kala