Cuando era un crío y carecía del sentido de la medida y de la proporción, la cuesta del Caño Viejo, en mi pueblo, era el Tourmalet. Con 5 ó 6 años bajaba a todo trapo con la bicicleta y me costaba horrores subir de nuevo sólo por el placer de volver a tirarme. Era una temeridad lanzarse por allí, con frenos de varilla, sin casco, con tráfico y con el cerebro de un mocoso. Vista hoy, a ojos de un adulto, la cuesta no es más que una rampa de unos 100 metros, peatonal, con un desnivel del 4%. Pero para mí, con aquella edad, era y es un monumento al ciclismo como cualquiera de las cotas del Tour de Flandes. Donde la gente ve una calleja que conecta la plaza del pueblo con la plazuela del Caño Viejo, yo veo el muro de Koppenberg y a Cancellara atacando.
Cuando tuve más edad, más valor y permiso paterno para alejarme del pueblo en bici, otra cuesta, la del Telégrafo, se convirtió en mi Alpe D`Huez particular. Aún hoy su ascenso sigue siendo cosa seria. Una rampa de hormigón de unos 400 metros, al 20%, que comunica los regadíos de la vega con una antena en lo alto del cerro. Recuerdo como si fuera ayer el primer día que conseguí subir sin echar pie a tierra. Una hazaña.
Me reconforta saber que muchos de esos paisajes de infancia y juventud no han perdido vigencia con el paso del tiempo. Al contrario, han ganado pujanza y el impulso de recorrerlos cuando no eres más que un crío se ha transmitido de generación en generación hasta convertirlos hoy en escenarios deportivos.
Ha sucedido con la Piedra del Yunque, en mi pueblo adoptivo. A la Piedra del Yunque habré subido decenas de veces y en todas las condiciones posibles: a pie, en bici, paseando, corriendo, en invierno, en verano, soltero, casado, con hijos, con sobrinos, en solitario, como guía de forasteros que querían conocer el paraje, nevando, lloviendo o bajo un sol de justicia...
Es un magnífico recorrido circular, de 17 km, con un buen desnivel, perfecto para un trail corto, para una carrera de iniciación por montaña. El circuito siempre ha estado ahí, a las puertas del pueblo, pero los paisanos, sabedores de que la Piedra del Yunque nunca va a moverse de su sitio -lleva allí siglos-, han dado poco uso a lo que, para mí, veraneante ocasional, es un pequeño paraíso. "Por ahí no pasan ni los lobos", me decía algún lugareño cuando me veía bajar, exhausto, de dar lo que yo considero "La Vuelta", con mayúsculas.
Acabo de enterarme de que la Piedra del Yunque ya no es sólo "mi" vuelta. Es, oficialmente, un trail, una prueba popular, homologada y federada, que incluso pertenece al circuito de carreras de la Diputación. Se celebra justo por estas fechas. Con su track y sus patrocinadores. Y que cobran 12 euros por subir y bajar de allí arriba, a donde tantas veces he subido y he bajado gratis. Que hay avituallamientos y bolsa del corredor. Que vienen de toda la provincia y hasta de la capital a correr. Que los 17 kilómetros se han convertido en 22 porque los del pueblo, que al final se las saben todas, han metido un par de trampas y han alargado "mi" vuelta con el cruce del río y alguna sorpresa más por vericuetos y trochas escondidas.
Y bien que me alegro. Igual que me alegraría de que hicieran una cronoescalada en la cuesta del Caño Viejo o en la rampa del Telégrafo. Me provoca un auténtico placer seguir corriendo por los mismos sitios desde hace décadas y que esos lugares no sólo no hayan caído en desuso o en el olvido sino que sean un reclamo para la práctica deportiva y el esparcimiento hoy en día. Eso sí, no me tiren papelitos ni envoltorios de geles. En 20 años subiendo a la Piedra del Yunque lo más sucio que vi fueron las cagadas de los ciervos.