Hace unos años este artículo podría haberse escrito, al menos en sus primeras líneas, de una forma más literaria o incluso en clave de guión cinematográfico. Perfectamente imaginable hubiera sido un comienzo parecido a este: “al descolgar el auricular, al otro lado del hilo telefónico, oí una voz dulce que me decía...”. A estas alturas del siglo XXI la tecnología ha desplazado los pocos aspectos románticos que mantenía intactos el teléfono, tras haber dado, por su parte, buena cuenta de la comunicación epistolar en el siglo pasado.
En este caso no hubo sonido telefónico rompiendo el silencio de la noche, en la bandeja de entrada de mi mail, sino un mensaje de mi amigo Gustavo Reyes, el corredor argentino de Salomon Internacional, con una invitación a un “Training Camp de altura” en Mendoza (Argentina) para ocupar la semana tras el K42 de Patagonia. En copia del mismo correo, Miguel Heras, Anna Frost y Mohamad Ahansal... Al habla con el de Béjar, ninguno de los dos lo dudamos ni un momento: ¡vamos! A Miguel porque le vendría muy bien para seguir entrenando de cara a su último objetivo importante de la temporada en San Francisco y a mí porque a ningún tonto le amarga un dulce, y tener la oportunidad de aprender de cuatro monstruos como estos, es algo que no se presenta todos los días.
Lo verdaderamente importante era la experiencia personal que iba a suponer compartir unos días con algunos de los mejores corredores de montaña del mundo, conviviendo y entrenando en altura rodeados de paisajes increíbles como los que brinda el Parque del Aconcagua en la Cordillera Andina, a más de 2.500 m de altitud en la estación de Cerro Penitentes, lugar escogido por los amigos de Andes Trail para llevar a cabo el evento, uno entre un buen montón de ellos que organizan de forma habitual a lo largo de todo el año.
La llegada al destino fue precedida de un interminable viaje por carretera desde el sur de la provincia patagónica de Neuquén, atravesando la de Río Negro y la de Mendoza, ya en las inmediaciones de la Cordillera. Inmenso y espectacular paisaje a ambos lados de las carreteras argentinas, en rectas interminables que a Miguel y a mí nos mantuvo buena parte del periplo boquiabiertos en el asiento trasero de la furgo.
Miguel tenía perfectamente claro que una estancia tan corta entrenando en altura no iba a suponer beneficio alguno de cara a su rendimiento en la última prueba de la temporada, pero ambos teníamos la curiosidad por saber cómo serían las sensaciones durante unos días sin bajar de 2.600 m, altura a la que dormíamos, llegando a subir por encima de 4.000 metros. Podría servirnos también para valorar la posibilidad de afrontar proyectos futuros en altitudes elevadas.
Planificamos cuatro días de entrenamiento intenso tanto en volumen como en intensidad tras unas jornadas de relativa calma y previas a otras de desplazamientos largos en avión. Doble sesión diaria con una más específica de entrenamiento de montaña y otra de más calidad, trabajando ritmos elevados, por encima de los habituales que se suelen manejar en pruebas de ultra. Al día sumamos más de 30 kilómetros repartidos entre los 2.600 y 4.300 metros de altitud.
Salida desde Horcones, como lo hacen las expediciones clásicas que persiguen hacer cumbre en el "Centinela de Piedra", nombre con el que en la mitología inca se conocía al gigante andino, techo de América, con el objetivo de acercarnos lo más posible al campamento de Plaza de Mulas (4.300 m) punto de ataque definitivo hacia los casi siete mil metros del Aconcagua. Un grupo de corredores argentinos, Gustavo Reyes entre ellos, Ahansal y Anna Frost, nos acompañaban en la que era la jornada más importante para nosotros por el importante esfuerzo físico que supone tanto en altitud como en distancia, la ida y vuelta supera el medio centenar de kilómetros y a partir del campamento de Confluencia el viento sopla muy fuerte e incomoda durante muchas horas el avance.
El recorrido fue poniéndonos a cada uno en nuestro lugar y con la calculadora de las fuerzas en la mano fuimos dándonos la vuelta para no acabar quedándonos sin reservas antes de llegar de nuevo al punto de partida, siendo únicamente Mohamad y Miguel los que, cada uno a su ritmo, consiguieron cumplir con las expectativas previas. Tras esta mini concentración en altura la luz se nos hizo en algunas cosas y a la vez otras se nos quedaron en el lado oscuro. A nuestro regreso a España las intentamos aclarar con algunos especialistas como Juan Carlos Granado que tuvo a bien hacerlas públicas en este mismo artículo y compartirlas con todos vosotros.
En el lado más luminoso podríamos situar que la adaptación de los dos, de Miguel y mía, a las condiciones propias de la altitud es bastante buena, no sufrimos en ningún momento alguno de los procesos típicos, excepto el propio del cansancio y de la sensación de lentitud; también es cierto que en mi caso no estoy muy acostumbrado a esas cargas de entrenamiento, con lo cual el cansancio que experimenté a mi vuelta a casa, podría ser debido a todo lo que habíamos entrenado allá arriba.
Otro aspecto que nos quedó a ambos muy claro no tiene nada que ver con las teorías del entrenamiento ni se refiere tanto a aspectos fisiológicos, a pesar de tocar muy de cerca el principal músculo de nuestro organismo, el corazón, pero haciéndolo desde un plano más emocional, para concluir que lo mejor de nuestra experiencia no fue pasar unos días en altura, sino haberlo compartido con todos nuestros amigos argentinos, su calor podría fundir todo el hielo del Aconcagua; compartir la enorme experiencia vital de Mohamad Ahansal y haber disfrutado de la permanente sonrisa “made in New Zealand” de la Frosty.