Hace un par de semanas asistí a un medio maratón de montaña. El track pasaba, literalmente, por la puerta de mi casa. Como uno no está ahora en condiciones de ponerse un dorsal -de momento- decidí vivir la carrera de otra manera. La prueba arrancó desde la plaza del pueblo a las nueve y media de la mañana. Una hora más tarde arranqué yo con mochila de hidratación y bastones, decidido a caminar el circuito entero a contra marcha. Es decir, me cruzaría con todos los participantes y vería la carrera de otra manera. Normalmente, sólo me relaciono con los últimos, mi lugar natural en un pelotón.
Ahora vería a los buenos desde cerca.
A la hora y pocos minutos de haber empezado a caminar me crucé con el primero.
Iba sobrado, destacado. Tenía la carrera en la mano. Una bajada y a meta. Esbelto, ligero, minimalista. Ni mochila ni bastones. Le dio tiempo a dar los buenos días.
Al poco empezó el goteo. El segundo y el tercero, juntos. Lejos de la cabeza. Bajaban desbocados por una trocha en la que a mí, cuesta arriba, me costaba enlazar varios pasos seguidos sin agarrarme a algún sitio.
Siempre me ha impresionado cómo bajan los élite. Van mapeando el terreno y pisan exactamente donde hay que pisar. Es como si bajaran por una escalera mecánica.
El grueso de la carrera sigue vivo. Muchos corredores sueltos, alguna grupeta de tres o cuatro individuos, algún veterano sorprendentemente rápido y ágil, con más kilómetros que un todoterreno.
El estrato social de la prueba se iba definiendo. Una vez pasó la aristocracia, me crucé con la clase media-alta. Menos rápidos, con menos prisa, con más tiempo para preguntar cuánto queda o cómo es lo que viene por delante. Corredoras y corredores con buena planta todavía. Tras un rato caminando en solitario, llego a un avituallamiento y me encuentro a un corredor retirado subido al remolque de un Patrol y los impagables voluntarios esperando al grueso de la carrera: el pueblo llano. Gente que se para a comer y a beber, que no mira el crono ni ingiere el gel en marcha.
Empecé a cruzarme con mis personajes favoritos. Menos ligeros, más lentos, los que alternan el trote con la caminata. Un matrimonio veterano en el que la mujer tiraba del hombre, agobiado: "Esto no se acaba nunca". Un par de amigos disfrutones, charlando, al trote, mirando el paisaje y saboreando la mañana. Un solitario, caminando, con una mochila más grande de lo que requería la prueba.
El típico que ves y piensas: "Se ha equivocado de sitio, el Camino de Santiago está más al norte". Claro que él pensará de mí: "Donde va éste indocumentado, corriendo al revés". Una chica, también solitaria, trota a su ritmo. Se para a preguntar y arranca a correr con una sonrisa. Claramente le daba igual el tiempo y el puesto. Sólo quería llegar a la paella.
Me adentro en un paraje llamado El Laberinto. El voluntario que guarda la entrada me dice: "Aprovecha que está marcado, creo que ya no viene nadie más y van a quitar las cintas". Me da tiempo a entrar y a salir sin perderme entre los estrechos y vericuetos que ha trazado la naturaleza con la piedra caliza, imponentes pasos en los que solo cabe un corredor. No sé si en solitario me atrevería a meterme por ahí.
Es fácil despistarse. Me topo con un par de voluntarios, con pinta de buenos corredores, que van cerrando la carrera y retirando las marcas de plástico atadas a las ramas o colocadas en puntos estratégicos para que no se extravíe nadie.
Pasan ellos y aquello se queda limpio. No me encuentro a nadie más en la siguiente hora. Ya sin marcas, sigo el track en el reloj y llego al pueblo casi a las tres de la tarde.
De la paella no queda ni un grano. Tampoco tengo derecho. No llevo dorsal y he hecho la carrera al revés. Anatomía de un trail.
 
                     
    








