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Alacrán, por Irene de Haro

No le hables. No le argumentes. No le convenzas

Irene de Haro. Foto: Asics.

Alacrán, por Irene de Haro
Alacrán, por Irene de Haro

El alacrán ni es bonito ni es feo. Es un alacrán. Con sus pinzas, con su aguijón. Con su veneno. Pequeño y perturbador, se guarece bajo las piedras y en ocasiones te cruzas en su camino (en el suyo: no te equivoques, él estaba antes). Entonces, amigo, si la curiosidad te llama, es mejor que la solventes en los libros. Míralo y celébralo. Pero recuerda, de lejos: porque pica. Y, recuerda, esto es así sin obedecer moral alguna. Es así porque es así. Existe, y esa es su lógica. Míralo y continúa. No te quedes prendido a su hipnosis. No lo soliviantes. No te creas por encima de él, capaz de domeñarlo. Su naturaleza no es piadosa. No uses sobre él parámetros que no les son propios. Y no le molestes. Sal, simplemente, de su camino. Déjalo en paz y todo irá bien.

Cuando ato mis zapatillas y echo a correr, a menudo lo que hago es salirme del camino del alacrán. Esa criatura que en su hábitat cumple su lógica, a veces se encuentra entre nosotros. Transfigurada en ser humano. Y se presenta pertrechada de características que la hacen pasar desapercibida: sonríe, es amable. Se mueve y relaciona como todos los demás, y convivís. Como iguales. Y le reservas conmiseración, piedad y simpatía. Como a cualquier ser humano. Porque no le has visto el aguijón, guardado como lo llevaba tras la espalda. Cuando te picó, no lo achacaste a su naturaleza. Te preguntaste: “¿Qué le he hecho? ¿En qué me he equivocado? ¿Qué mala palabra le he dedicado sin que me haya dado cuenta?”, y tú, que das por hecho que estáis jugando al mismo juego, en la misma liga, y con el mismo lenguaje, tratas de buscar a su actitud explicaciones racionales, que justifiquen su ataque y tu dolor. Poniendo el foco en ti. Porque, qué coño: si el otro te ataca, algo le habrás hecho. Aunque no haya sido de mala fe. Si no, ¿por qué te iba a picar? ¿Por qué te iba a envenenar? ¿Por qué iba a querer hacerte daño? Pero, amigo, no sabías (quizá nunca sabrás) que el alacrán es sin por qué. Pica porque pica (como la rosa, que florece porque florece, según el poeta alemán). Y ya está.

De modo que, si no quieres que te hiera, si no quieres ese dolor para ti, vayas por donde vayas en la historia de la escritura de tu vida, ocupe el lugar que ocupe el alacrán en la escala de tu mapa de relaciones personales, huye. No le hables. No le argumentes. No le convenzas: tras su atenta escucha, no hay sino veneno. Al final, la herida es la herida. Y el único herido, indefectiblemente, siempre serás tú.

Salgo al monte. Salgo al monte y corro. Con mis pasos que ahora son firmes. Con ese corazón mío y pequeño que cada vez comprendo más, y alzo los ojos. Y me dejo entrar en ese cuadro: salgo del mío. Salgo de mis oscuridades. De mis miedos. Abandono mis simas. Y en las tres dimensiones de los paisajes, soy parte de ellos. Soy la chica que corre en el paisaje. La que sube el risco. La que va despacio. La que aborda su pisada cuesta arriba todo lo ágil que ella puede, teniendo en cuenta su dolor, teniendo en cuenta que la espesura del cuadro del que sale no era de este mundo, y que la luz, hermosa y cauterizadora, duele también a su manera. Corre con su herida de alacrán cicatrizada y comprendida. Y, sin miedo, en el día en que vuelva a cruzarse con sus ojos, con sus pinzas, y con su aguijón, la indiferencia pasmada será el antídoto. Y el silencio. Y el respeto por la naturaleza de la criatura que es como es. Que existe sin por qué. Y que te pica sin remedio. Por los siglos de los siglos. En eterno retorno. Hasta que te apartes. Hasta que mires desde fuera. Y te dejes de preguntar por qué.

Sólo corre. Sólo haz tu camino. Y busca de entre las criaturas de la naturaleza, otras. Más afines. Más amables. Otras. Que no perturben tu breve existir.