comitium

2017

Regalo de Año Nuevo: La Vereda de la Estrella

Irene de Haro.

2017
2017

Ayer fue el último día del año. Lo pasé de un modo escogido, siguiendo una pauta que en la medida de lo posible procuro cumplir: estar donde quiero estar, haciendo lo que deseo hacer, y con quien deseo hacerlo. Tuve la fortuna de que todo se cumplió, y, por extrañas casualidades, el día 31 de diciembre la celebración consistió en una salida matutina por un lugar maravilloso que tenemos en Granada: La Vereda de la Estrella.

Se trata de una senda que se trazó con el fin de comunicar unos asentamientos mineros que tuvieron vida de mitad del siglo XIX a mitad del XX. Hoy el camino persiste, hollando una orografía de cuento fantástico. La Vereda de la Estrella va arrojándonos postales, serpea paralela al lecho del río Genil, construyendo vericuetos que así como en un momento esconden a nuestra vista su tesoro, pasado un recodo ofrece su poderío imponente de paisaje de enormidad incomprensible: un regalo repentino para la retina es la línea dibujada en el horizonte que la Alcazaba, el Mulhacén, Los Machos y el Veleta han construido, como si ellos reunidos aguardaran para atravesar el entendimiento humano de lo bello. Ayer miré, una y otra vez ese horizonte, con mis ojos que no buscaban nada y que hallaron el temblor ya conocido de los regalos inesperados. Mi regalo: yo allí. Mi regalo: yo corriendo allí. Mi regalo: yo corriendo allí con otro regalo: personas que la vida ha cruzado en mi camino, y que cabalmente no tendrían por qué estar. Tan extraño y casual es esto de vivir. Pero qué bien se aceptan las felices casualidades que te ofrecen comunión con quien te es afín. ¡Qué dicha!

Fue una mañana radiante. Era invierno en el calendario y en la temperatura, pero no en el cielo, que no hacía sino arrojarnos luz, como si se escapara a borbotones de un depósito que la hubiera acumulado hasta preñarse y romperse por la presión. El frío era más que apropiado, sin embargo. De ese que te deja aletargado. Yo me preguntaba, al bajar del coche, si de verdad sería posible que en un instante estuviéramos corriendo. Y empezó Pablo, con un trote de pasos breves, dando palmas y acuciándonos a movernos. Allá que fuimos.

Animados, reíamos del hecho de estar allí. Del hecho de haber huido de otras cosas, de habernos reunido para respirar justo en aquel lugar. Abordamos con ímpetu la primera cuesta, y yo me fui quedando atrás, con mis pulsaciones disparadas. No podía hablar, mientras ellos reían y lanzaban la pregunta: ¿qué hace que dos de Granada y dos de Madrid, que no se conocían unos meses antes, decidan juntarse a convivir, a compartir viandas, conversaciones y risas? ¿Qué hace que se esperen (que me esperen) con complicidad, que se den la mano al pasar zonas de hielo, y que se confíen algún que otro secreto, sobre manías, gustos o incluso sobre sufrimientos? ¿Qué nos hace escoger plegar el mapa, eliminar los 444 kilómetros de coche que hay de su casa de Alcobendas a Granada, y decidir que da igual la distancia, y atreverse a pasar unos días para compartir pasiones? ¿Qué extraña aguja ha apuntado hacia este norte?

Allí, en la vereda, miré aquellas tres figuras amigas durante 10 kilómetros hasta Cueva Secreta, y vuelta. Tres figuras que no hace tanto tiempo ni siquiera se vislumbraban en mi existencia, y que en ese momento eran importantes para mí. Y lo son. Y presumiblemente lo serán. Porque de eso se trata la vida, así son sus caminos: a veces tu vía va paralela a la de otro, y nunca jamás coincides con él; otras veces, los caminos se tocan momentáneamente, para volver a separarse para siempre; otras veces van y vienen, entran y salen, los recorridos van juntos un rato, se separan, y así hasta el infinito, una y otra vez. Y en ocasiones, como en un truco ensayado, los caminos se superponen, y los pasos se sincronizan, porque queremos, porque a pesar de poder ir a otro ritmo, esperamos al más débil, le sonreímos en lo alto de la cuesta, y permitimos que tome resuello para que pueda seguir acompañándonos hasta el final. Así ocurrió en la mañana de ayer. Los cuatro, en un mismo camino escogido de vida. A un ritmo afín. Conversando acerca de la extraña maravilla de estar allí. Cegados, del brillo en la montaña, del brillo mismo de la casualidad. Del brillo mismo de la vida.

La vereda de la Estrella no tiene sentido. No tiene sentido su belleza. No tiene sentido la gracia de sus subidas y bajadas, la elegancia de sus perfiles, la crudeza de su piedra hermosa y afilada. No tiene sentido el frío azul de su agua, el soplar acerado de su brisa. No tiene sentido el sonido de los pies hollando el piso. No tiene sentido que tanta belleza exista sobre la tierra. Y que cuatro personas que no se tenían en el mapa de la existencia en el lapso absurdo del tiempo, confluyeran allí para ser simplemente felices. Como el agua que cae de peñasco en peñasco.

Yo, que tiendo a la candidez, deseo creer que del caos absoluto que levantamos al nacer, todo se va asentando. Como posos que escogen su lugar. Su sitio puro y natural, lo cual solo sucede si uno permite que la vida meramente fluya, a veces sin una comprensión que vaya más allá del aprecio mismo por las cosas que suceden.

Gracias, Irene y Alberto, por arrojarnos luz, por darnos razones para ser felices (y por aguantar mi humor absurdo, que tiene tela).

Gracias, Pablo, compañero, amigo, hermano y amante. Por los bienes hallados, y por los venideros.