Cultura Trail

Mi propósito en la vida

Se aprende lo que se ama

Irene de Haro

4 minutos

Mi propósito en la vida, por Irene de Haro

Cuando comenzó el curso y mi compañero, y queridísimo amigo, Santi Romero, me comentó que se haría cargo de algunas asignaturas de un Ciclo de Grado Superior de Educación Física pensé: “¡Qué chulo!”

He dicho, y digo cada vez que puedo, que adoro mi profesión. Y que adoro mi instrumento, que es la Literatura. Así, con mayúscula, la Literatura es la vida, y habla de las personas. Les da voz. Las desnuda y les da sentido. Y no hay cosa que ame más que compartir esto con los jóvenes: muy a pesar de las críticas que tantas veces se hacen a la juventud, tengo alumnos y alumnas de una descomunal potencia. Creo en ellos, y veo cómo la literatura les llega al corazón.

A veces, no obstante, debido a distintas variables (tradición, programas, dificultades formales), las letras no penetran en la vena, por mucho que eso a mí me extrañe y apene. Porque para mí leer es un salvavidas. En mi adolescencia, cuando yo no creía en nada, y no quería nada, leer me cobijaba. Y sin darme cuenta, se me pasaron los años malos, los de los tragos y los golpes, no diré que en un pispás, pero se me hizo aquello más entretenido. Se me hizo mejor. Se me hizo soportable.

Es por eso que me aturde cuando alguien me dice que no le gusta leer. Me aturde cuando leo con alguien (un relato, un poema, una sencilla reflexión) y no entra por sus poros el gusto de experimentarse fuera de sí en lo que se cuenta. Lo siento como el que tiene una profunda revelación y la quiere compartir a voces, por todas partes, pero topa con la incomprensión. O con la desidia. O topa con el hecho simple de que para esa persona no es el momento de entender qué significado tiene esa verdad del texto, y no le llega el gozo. O qué sé yo.

las palabras me atraviesan, me cambian y me dejan de otra forma distinta, más grande, más sabia, más gozosa

Cuando leo, siento plenitud. Con un poema, con un relato. Con una breve reflexión. Leo mucho, alzando una y otra vez los ojos de la página, porque leo con todo mi cuerpo, para que las palabras no atraviesen tan solo mi retina. Para que me atraviesen a mí, me cambien y me dejen de otra forma distinta, más grande, más sabia, más gozosa, tras la transfiguración del verbo. 

A veces tan solo me entretengo. O me río. O paso el tiempo. O me aburro y abandono sin piedad el libro. La literatura es así. Se deja hacer y te atribuye la ficción del poder.

Cuánto quisiera yo que todo ser humano encontrara una casa tan descomunal y generosa como es la literatura. Cuánto quisiera yo encender esa pasión en mis alumnos y alumnas, en los jóvenes, para que tengan islotes a donde ir cuando la vida los maltrate, o cuando quieran respuestas, o cuando sean tan felices que visiten sosegados las atribuladas vidas de lejanas heroínas, de aventureros o filósofos.

A menudo, así lo siento yo, no llego a saber si soy capaz de insuflar esa pasión. No sé por qué. A pesar de mi tono convencido, a pesar de mi fe, a veces siento el desierto. Quizá sea desconcierto ante la ausencia de una palabra explícita de validación. Los frutos vienen luego, o no los ves ahora, o quizá, no los ves jamás. No lo sé. Pero meto la mano en mi corazón cada día, cada uno de los días que salgo de las aulas, y me pregunto qué soy yo, qué aporto, y si lo hago bien. Y sobrevivo a ello porque quiero ser mejor, pero me siento apuñalada por el contrapeso de los complementos directos y de las perífrasis; de la cohesión textual, o de los pleonasmos, a los que, dicho sea de paso, también intento explicar con convicción y con un para qué

Un día de febrero, Santi me invitó a su clase. Me otorgó la oportunidad de mostrar algo que practico muy humildemente y que se llama trail. Se trata de correr por la montaña. 

No soy buena en ese deporte, pero me dio la opción de explicar otra de las revelaciones de mi vida: lo que me ocurre con la literatura, se replica para la Naturaleza. Porque también correr me ha salvado y me salva la vida. Me salva en bucle. Es otra pasión profunda que de igual modo quisiera yo compartir con todo el mundo, porque creo que el ser humano sería mejor si sintiera la liberación y el amor profundo que siento yo cuando corro por el monte.

Esa mañana, Santi me prestó a su alumnado. Y pude hablarles, junto con mi marido Pablo, de lo que hacemos, del material que usamos y de lo que nos mueve a involucrarnos con una actividad que tiene mucho de locura.

La explicación fue somera. Pero allí estaban. Nos miraban, desde su frío, con expectación. Alguno escuchaba con la vista plantada en el horizonte. Porque el marco de la charla ejercía de imán: el Trevenque, los Alayos, el Corazón de la Sandía, la Boca de la Pescá. Muchos no habían estado nunca allí, aun siendo de Graná y miraban desde su frío y desde su sueño, como hipnotizados.

Santi me prestó a sus chicas y a sus chicos para correr por allí un rato. Rodamos tranquilos por los senderos. Fuimos parando. Fuimos respirando. Fuimos viendo cosas aquí y allí, haciendo apreciaciones.

Eran tan felices. Estaban tan contentos, en el sitio correcto todos ellos… Estaban allí porque querían. Estaban allí porque gozaban.

Como docente, siento que la finalidad de mi labor es insuflar pasión por aprender y compromiso con el mundo que nos ha tocado. Y dar herramientas para que la vida sobre esta tierra alcance algún sentido

Qué lujo saber que ellos entendían que allí ellos iban a crecer. Qué lujo verles apropiarse del paisaje, de sus respiraciones, de la naturaleza… 

Sentí fe en la humanidad. 

Este grupo, cariñoso, implicado, elogioso con sus profesor, comprometido con lo que aprenden, me regaló con su actitud, con sus palabras y con posteriores comentarios, la sensación de que al menos aquel día, todo merecía la pena.

Como docente, siento que la finalidad de mi labor es insuflar pasión por aprender y compromiso con el mundo que nos ha tocado. Y dar herramientas para que la vida sobre esta tierra alcance algún sentido.

Al mirar a Santi, con sus chichos, con sus chicas, constaté toda una lección: se aprende lo que se ama