Correr por el monte nunca ha sido solo correr. Es un pacto íntimo con la naturaleza, una manera de reconciliarnos con lo salvaje y con lo frágil. Por eso, cuando uno se calza las zapatillas y se lanza por senderos que han sido devorados por el fuego, la zancada pesa más que nunca. La pisada no suena igual sobre la ceniza. El silencio es insoportable.
Imaginemos una carrera que atraviesa los bosques calcinados de León, las laderas ennegrecidas de Ourense o los pinares abrasados de Zamora.
El dorsal se convierte en una losa, y cada kilómetro es un recordatorio del desastre que hemos vivido este verano. Avanzas, pero no escuchas el canto de los pájaros. No hay sombra que alivie, ni olor a resina fresca que te acompañe. Sólo quedan troncos retorcidos, cicatrices en la tierra y un paisaje que parece sacado de un cuadro de Goya.
En este trail imaginario, el avituallamiento no sirve agua ni naranjas. Sirve rabia y desolación. Porque cada sorbo es una pregunta: ¿cómo hemos podido llegar hasta aquí?
¿Cómo hemos permitido que miles de hectáreas, pulmones verdes, se convirtieran en un desierto negro en apenas unas horas? Y sin embargo, seguimos corriendo.
Porque correr, a veces, es la única forma de no derrumbarse. El dolor se multiplica cuando recuerdas lo que había antes. Ese sendero donde ahora cruje la ceniza bajo tus zapatillas era un pasillo de helechos. Esa loma pelada, donde el sol castiga sin piedad, era un balcón cubierto de robles. Ese barranco silencioso, donde hoy sólo hay humo seco, era un corredor natural para ciervos y jabalíes. Cada curva del recorrido es un déjà vu cruel: lo que fue y lo que ya no es.
Y, aun así, mientras la carrera avan-za, algo se mueve dentro. La naturaleza tie i una terquedad que ningún incendio puede doblegar del todo.
Entre la negrura empiezan a asomar brotes verdes. En el silencio, se cuela el zumbido de algun insecto que ha regresado antes que nadie. El paisaje arrasado es también una promesa: volverá a ser monte, volverá a ser bosque, volverá a ser refugio.
Pienso entonces en un trail dentro de diez años. El mismo recorrido, el mismo perfil, la misma línea de sali-da. Pero los corredores, al levantar la vista, encontrarán otra vez som-bra, escucharán otra vez pájaros, volverán a sentir la brisa fresca de la montaña en el rostro. Correrán sobre un terreno renacido, más fuerte quizá, porque la vida siempre se abre paso. Será una carrera distinta, marcada por la memoria del fuego, pero también por la certeza de la recuperación. Ese futuro es lo que nos mantiene firmes en este presente negro. Correr ahora es un acto de duelo, pero también de resis-tencia. Es decirle al monte: estamos contigo, no te vamos a abandonar.
Los incendios nos han robado miles de hectáreas, sí, pero no nos robarán la manera de amarlas.
Al cruzar la meta de este trail dolo-roso, no hay medalla ni trofeo. Hay un compromiso. Cuidar mejor lo que tenemos, exigir más prevención, respetar lo que nos da la vida. Porque correr entre cenizas es la experiencia más amarga que un amante de la montaña puede vivir. Pero correr sabiendo que un día esas cenizas serán prado, que un día ese negro volverá a ser verde, es quizá la forma más pura de esperanza.
Ese es el trail más doloroso. Y también el más necesario.
