comitium

‘Transvulcania’, por Irene de Haro

Por las cosas pequeñas, por lo más cotidiano

Irene de Haro.

‘Transvulcania’, por Irene de Haro
‘Transvulcania’, por Irene de Haro

Realmente no sé muy bien desde qué punto de vista abordar este texto. La experiencia en sí da para mucho y creo que conviene no obcecarse en contarlo todo, no agotarse en detalles que nos hagan caer en lo prolijo. La suerte es que yo no sé escribir de lo que no me conmueve. Y como resulta que me voy a atrever a la tarea de contar mi experiencia en la Transvulcania, no queda otra que abandonar la idea de hacer una crónica exhaustiva. Así que me voy a dedicar a ofrecer un rosario de conmociones. O de chutes, si se prefiere. Y hasta en ese sentido, han sido tantos y tan profundos, que también habrá que escoger. Allá voy.

Resulta que la isla de La Palma fue el lugar que escogimos mi marido y yo para pasar unos días de viaje de novios. Ya hacía un año que habíamos comprado los billetes de avión, reservado cuarto en el hotel y pagado los dorsales para participar en la carrera. Yo habría querido hacer la ultra. Por suerte, la organización no me lo permitió (en aquel entonces yo no podía acreditar haber terminado una maratón). Y digo por suerte porque a día de hoy, con un poco más de humilde experiencia, sé que habría sido arduo que mi primer ultra hubiera sido este. Así que, como Pablo haría esa distancia, yo decidí intentar la media maratón, en un acto de precaución y disfrute,  y de cautela ante el hecho de que no hace tanto que acabé la MIM en Penyagolosa. Mejor es siempre ir paso a paso.

Desde que hicimos todas nuestras gestiones hasta el día en que llegamos a la Palma, fui madurando mi inminente vivencia. La deseaba y me deleitaba en la espera de los días que restaban hasta la fecha. Me predispuse. Me predispuse a dejarme llevar. A dejarme hacer. Desde el momento mismo en que planté mi pie derecho en la isla (soy algo maniática, lo reconozco) pensé, “Ah, qué carajo: no hay prisa, ni presiones.  Mastica cada puñetero instante”. Así que la cosa ha sido densa. Y la he vivido de un modo denso, pero a la vez fluido, como si hubiera sido capaz de salirme de mí misma y de disfrutar por dentro y por fuera, punteando a cada rato mi lista mental de cosas que yo quería aprehender: paisaje, gente, compañía, experiencia deportiva… y qué significa el evento en sí, esta carrera que, para los aficionados al trail, no necesita que elabore una presentación.

Durante los días previos a la prueba, Pablo y yo intentamos visitar los tramos de la isla que él sí vería en carrera y yo no. Lo primero que hicimos fue cruzar con nuestro coche alquilado una especie de escenario de cuento de hadas, y ascendimos, curva a curva, hasta llegar a un punto cercano al Pico de la Cruz. Desde allí fuimos al trote hasta el Roque de los Muchachos. No tengo recursos suficientes para sustituir esta imagen con palabras. De hecho, no tiene sentido que lo intente. Porque me faltaron, o eso sentí yo, órganos físicos que captaran con solvencia el escenario, como si el inhábil ser humano fuera un compendio defectuoso de tan solo cinco sentidos, limitados y pobres, a todas luces insuficientes para hacer suya una grandeza así. Yo era, como en el cuadro de Caspar Friedrich, el caminante (correr correr, a esa altitud, ya sabéis que un dos caballos no lo hace con mucha frescura), y demandaba internamente un algo más, una dimensión distinta, fuera del plano de la longitud y de la latitud. Así, con todo ese romanticismo, alucinada por la asfixia, cuando llegué al Roque, pasados los inmensos telescopios, sentí la tentación del vandalismo, de hacerme impúdicamente con una lente gigantesca y acoplársela en mi cuerpo, para transformarme en una suerte de ciborg, para que un ojo infinito me permitiera el don de la instantánea eterna. A falta de eso, abrí mis pupilas. Mis pulmones. Mis poros. Y dejé la mente muy en blanco (aunque parezca lo contrario), para amueblar un poco más un espacio que hay en mí al que acudo cada día para recordar, para revivir, lo que ya es mío: el espacio del recuerdo.

Los otros paisajes los viví así también. Y los sabores: las papas, las arepas. Y las conversaciones incesantes con la gente, que te pregunta que qué vas a correr, que cuánto tiempo crees que harás. Que te desea suerte, y que te pide, con solo su actitud, que ames su isla. Que ames su tierra. Tan valiente sobre el mar. Y tú, como no podría ser de otro modo, la amas.

El ambiente de trail me pareció casi irreal. La gente hablaba en animadas charlas de sus variables: que si el mundial que impedía a los grandes correr la prueba reina; que si el americano que venía de tapado, que si los tiempos de corte… por un momento, en la isla, todo era trail. Y veías pasearse a los mejores. Y hablabas con ellos y ellos te miraban, con franqueza,  a los ojos, y te preguntaban por ti, por qué carrera correrías, por los tiempos que buscabas hacer, por tus sensaciones. Como a un igual. Así, en un mundo en el que acostumbramos a investir de laureles a personas que no tocan la tierra, que se creen por encima, más, a mi entender, por tener el sentido común amputado que por grandeza alguna, los grandes del trail se mueven sin soberbia. Y cuando la prueba pasa, y les das la enhorabuena por su desempeño, agradecen tus palabras, o te cuentan que no se sintieron bien (el estómago, las piernas, la caja…), en un ambiente familiar, humano… humilde.

Pablo y yo disfrutamos mucho de todo en la isla. Y vivimos con pasión “los previos” a la prueba. Yo nunca había hecho una media con tantísima subida (2100 metros positivos). Me preocupaba mi capacidad, sabiendo que iría a mil pulsaciones el minuto durante muchas horas. Pero mira, cumplí exactamente mis expectativas. Y viví ese punch que sin duda te da el público que aplaude, que te aplaude a ti, tú, que te sabes un mierdecilla, pero que significas parte de ese rito grande que es esta carrera para este pueblo. Y corres con respeto. Como en todas las carreras, pero agradecido por el calor de ese apoyo noble. Y Pablo, hizo su ultra con más que solvencia. Y yo pude vivir mi carrera y, además, esperar para verle entrar en meta a él. (Fuiste capaz: qué alegría inmensa verte lograr ese sueño: porque cuánto deseas a la persona que amas que cumpla sus sueños. Estos y otros)

Y en fin. Todo. Fue todo. El sol. La luz. La temperatura suave. Fueron las personas que conocí, lo que comí… Fue una fiesta que le recomendaría a cualquier amante del trail, no por un sentido mítico de una prueba grande, al contrario: por las pequeñas cosas, por lo más cotidiano. Por lo más pequeño que día a día y poco a poco conforma las cosas grandes. Porque, no nos engañemos, la Transvulcania puede ser mítica por sus desniveles, por su tecnicidad o por sus últimos veinte kilómetros de bajada infartada; pero es gigante por las gentes (las del trail y los palmeros), y por las pequeños detalles que muestran que el cariño, que no está contratado en ningún papel, al final, para todas las cosas de la vida, es lo único que importa.