Yo me vi cruzar esa meta mil veces antes de hacerlo de verdad. Me visualizaba una y otra vez. Me construía desde fuera y me dibujaba pasando el arco: el ruido, la gente, el crono, la música que ya desde un fondo difuso habría venido escuchando. Veía en mi cabeza a mi familia: a Pablo diciendo mi nombre a voces; a Maya sonriendo. Y siempre que formaba este conjunto de imágenes en mi cabeza me sentía cabalmente capaz de hacerlo realidad.
Así, veía mi yo adelantado en el tiempo. Era un yo satisfecho en el futuro. Me imaginaba en ese último paso mío que daría, hacia el otro lado tan ficticio y arbitrario que es la meta, tan cableado, tan anhelado, tan instantáneo y pensado durante tanto tiempo.
También me había imaginado muchas veces ese saborcillo de sangre que en ocasiones se me sube a la garganta, y la sensación de madrugón, y el sueño sostenido muy a pesar del movimiento y el esfuerzo del cuerpo; y me había previsto a mí misma fijando los ojos al suelo, mirando las puntas de mis pies en las prometidas subidas interminables. Claro está, también me había imaginado sufrir.
En todo eso, había ensayado mis pensamientos, mis mantras, los asideros que mi razón iría abriendo, agotando y cerrando, las transiciones del sentir. Había preparado mi desfallecimiento, y había intentando blindar mi mente ante su inevitable aparición: mi cabeza habría de ser fuerte para suplirme en los momentos en los que pudiera ser que yo no fuera yo. En los que el hastío me arrinconara. Mi pensamiento debía estar bien armado. Para salvarme. Para rescatarme del escozor de la herida que me iba a hacer la malla; para protegerme de la ampolla de mi pie; para alentarme muy a pesar de que el cansancio iba a hacerme tropezar en lo más fácil. Y tendría que centrarme en la brisa en mi cara, y en lo buenos que estaban los lacitos de los avituallamientos, y en la arboleda hermosa, y en la vista en ascensión, con su luz de abril generoso. Mi mente tendría que minimizar el calambre que estaba a punto de romperme; e iba también a negarle su espacio a la quemazón de mis soleos; y a la tensión de mis tendones rotulianos. Porque todo eso iba a existir seguro, pero mi cabeza iba a dejárselo, al menos un poco, hecho por adelantado, como una tarea que uno sabe que tendrá que realizar y que puede ir solucionando.
De modo que cuando a las 3: 45 de la mañana del 22 de abril tocó el despertador en Moncada en la casa de nuestro amigo Eduardo, yo ya había pasado ese aturdimiento. Y cuando llegamos a las pistas de la Universidad Jaume I, yo ya había vivido mi frío; y al sonar la llamada a la salida, mi corazón latía con una inercia conocida, casi antigua, templado y expectante, como si ya estuviera bregado en esa lid.
Yo ya conocía el tapón del kilómetro 5. Y todo lo rápida que me iba a ser la carrera hasta Les Useres. Ya me había imaginado la estampa de esa especie de cantera marciana del amanecer, con su pista ancha, y sabía que era un sitio donde había que correr a placer. Y conocía el gigante de Bassá les Orenetes. Y me sabía el fuet de los avituallamientos. Y el cansancio brutal que me sobrevendría, ya algo desfondada, a partir del kilómetro 30, donde empieza de verdad la carrera, donde espera “el tío del mazo”.
He corrido esta prueba muchísimas veces en mi cabeza. Y me he dispuesto siempre de un modo placentero, lúbrico si se quiere, a su distancia, a sus bellezas, y a sus miserias. Y también casi con lubricidad he afrontado la perspectiva de los imprevistos que me iban a sobrevenir. Eso es correr. Eso es un ultra: este simulacro de vida en horas, en forma de kilómetros que te vuelven a ratos el ser más capaz, y a ratos el ser más desvalido.
Cuánto he preparado esta MIM desde el día en que el sorteo me agració. MIM, reza de hecho el folio que con mi puño redacté en enero, cuando me proponía los retos de este año. MIM en Penyagolosa. 63 kilómetros. Una maratón. Y media más.
Ahora esos 63 kilómetros son míos. Ahora están en mis piernas. Ahora son parte de mí. Como lo bailao. Que no te lo quita nadie. Que no te lo quita ni Dios.
Esta carrera ha sido la crónica de un camino feliz. Difícil, pero feliz. Y es, me temo, la apertura de una caja cuyo cierre se ha perdido. La caja del goce por el reto. Por un reto en el que sí siento que soy de verdad yo. En el que me siento solvente porque es mi registro. Y en el que me siento capaz. Porque yo, que soy un caballito trotón, aguanto y aguanto. Como en la vida, que es en sí misma un ultra, una carrera de resistencia infinita que con tanta alegría quiero yo vivir. Con cada paso. Sea este como sea. Mío. Para mí. Todos los pasos, todos ellos. Y cuantos más mejor.
Cuidado que esto de la larga distancia engancha, me advirtieron. Cuidado…
Mucho me temo que ya tengo dentro este demonio. Que ya soy suya, y que ya no hay vuelta atrás.