Algunos hemos llegado a sentir que el trail es más que una actividad lúdica situada en el ámbito de las aficiones. Para algunos el trail es un modo de vivir, de elegir y de compartir, que nos une a personas y a lugares, y que nos regala experiencias. Y es que correr es mucho más que correr.
Hace pocos días nuestro amigo Germán nos contaba que tiene un dorsal para hacer la Ultra Sierra de Bandoleros, que tendrá lugar en marzo. Le acompañará toda su familia: es un hombre afortunado por poder compartir con los suyos su pasión. Pablo le ha ofrecido que vayamos nosotros también, como amigos que somos. Así que le acompañaremos, le seguiremos, con su mujer, con sus hijos. Seremos su equipo.
Hace un año nos vimos en una parecida. Pero corría Pablo. Por enero o así me había dicho (por Whatsapp, lo recuerdo bien) que se había apuntado a no sé qué carrera, que se llamaba no sé qué de unos bandoleros, que discurría por la Serranía de Ronda (entre Cádiz y Málaga) y que tenía 155 kilómetros y unos 7000 metros de desnivel positivo. Se me subió una ceja. Pero no dije nada. No hay que hablar en caliente. Soy partidaria de que se expresa uno más ajustadamente tras la reflexión. Pero yo tenía mis dudas. De modo que dejé pasar la mañana de curro, más la hora de coche que tenía de camino, y llegué a casa. Había pensado en todo lo que yo tenía que decir sobre eso de ir a esa carrera. Pero ya allí me encontré a un hombre embargado por la ilusión. Tenía preparados en el ordenador los tracks para enseñármelos, y fotos de la carrera, me comenzó a contarme un sinfín de anécdotas de personas que habían acabado esa carrera, o que lo habían intentado… Estaba claro que no tenía sentido hacer oposición sensata a tal proyecto. Así que me uní. Y decidí que no se da pan con cuchillo: si te unes, te unes con franqueza, con todo lo que tú eres, para sumar y para ser un equipo. Con todas las consecuencias. Era su carrera. Pero era también iba a ser nuestra carrera: de él, de Maya (su hija) y mía. Haríamos juntos ese camino. Él iba a correr, pero allí estaría su familia, en continua persecución y espera. Lo acompañaríamos y lo cuidaríamos. Lo animaríamos y le impulsaríamos. Así durante 155 kilómetros. Hasta la meta.
El plan era el siguiente: la carrera salía de Prado del Rey a las 18 00 horas. Desde allí Maya y yo íbamos a ir a Ronda. Nosotras pasaríamos parte de la noche durmiendo en la furgoneta, y, ya allí (sobre las 6 de la mañana, calculábamos) nos íbamos a encontrar con Pablo, que ya tendría encima 65 kilómetros. Habíamos preparado una caja para llevársela de avituallamiento en avituallamiento, con comida y con ropa, con pilas y crema del sol; con vaselina, con gafas, y con cositas que pudieran serle necesarias en un momento dado. Y con nuestro cariño infinito. De las dos.
Y Pablo llegó a Ronda, efectivamente. Creo recordar que una hora antes de lo esperado. Ya estábamos allí de todos modos, preparadas. Le había caído una noche plagada de penurias bíblicas: viento, frío, lluvia, nieve, barro… Se le había roto un bastón… Llegó apretando a Ronda, en una huida en toda regla, para guarecerse. Pero cuando lo vimos, no parecía él. “Me retiro”, nos dijo. Su carne se veía seca, como consumida por la deshidratación, y recuerdo la capa de polvo blanquecino que le cubría la frente que era en realidad sal exudada. Y los ojos algo perdidos. Sufría. Le dolía lo que ya había corrido. Le dolía el frío. Las manos mojadas bajo los guantes inútiles le dolían. Le dolían los pies ablandados, con la piel arrugada por la humedad. Le dolía el estómago de no comer. Y los 90 kilómetros que aún le quedaban por delante. “Me retiro” decía, sentado, encogido, temblando con la pobre protección de mi plumón rosa encima.
¿Qué decirle? ¿Qué era lo adecuado? Si no podía más, animarle era una temeridad… Pero por otra parte, el cuerpo es puñetero. A veces obra el milagro de la recuperación inesperada. Las carreras devienen en montañas rusas, y arriba y abajo hay que saber estar: para apretar cuando uno está en el punto álgido, y sostenerse paciente en las simas… que se pasan al final las muy perras. Pero eso lo sabes solo tú, que estás dentro de tu cuerpo. ¿Qué podía decirle yo? Yo, que quería protegerle, y que no se expusiera más a hacerse daño, a lesionarse. Opté por callar. Fue un ejercicio de autocontrol y amor. Y pasé el trago masajeando sus gemelos. Opté por ofrecerle un poco de caldo caliente. Por cambiar sus calcetines. Por lavarle los rasguños. Y por esperar. Mientras, Maya le hablaba animadamente. Le decía que él podía. Que tirara. Que era el mejor. Eso lo sabía yo. Pero yo callaba. Callaba y pensaba. Hasta que se puso en pie. Y decidió salir. Qué ojos más tristes le vi. Y qué encogido se me quedó el corazón. Y qué fe le tenía.
La presencia de Maya era providencial. Había que verle la cara a Pablo cada vez que la encontraba. Su abrazo, sus palabras. Y ella, tan niña por entonces, pero tan adecuada, tan capaz de decir la palabra justa en cada momento. Me maravilla el alimento que ese apoyo puede dar. El revulsivo que el ánimo sufre en esos instantes. Eso sí que es doping del bueno.
Le esperamos en Benaoján. Nos amaneció encima. Hacía un frío que pelaba y Maya y yo conversábamos en la pura desconexión de las largas horas. Con chistes. Con chascarrillos. Fijándonos en detalles que nos hacían pasar el tiempo. Bailoteábamos. Saltábamos, para no tener frío. Y mordisqueábamos alguna cosa que en realidad era para Pablo, pero nos entretenía masticar. Allí empecé el periplo de la búsqueda de los bastones. Se le había roto uno. Nos había dicho que era una carrera para hacerla con esa ayuda. No tenerlos era una desventaja muy grande para las subidas brutales que le quedaban aún. Encontré un palo de fregona en un contenedor de basuras. “A falta de pan…”, pensé. Maya me disuadió. Sí, era una tontería. Y lo dejé por allí apoyado en una pared. Pregunté a una familia que hacía el seguimiento a su hijo y venía en coche: “por lo que valgan”, les dije. Pero no tenían. Abordé a un corredor suizo de cara afable y con gafas. Llevaba dos bastones, pero uno de ellos roto. “¿Me lo darías?”, le pedí el que estaba entero con los mismos ojos que el Gato con Botas pone en Shrek. Pero no lo vio claro. “¿Y yo qué gano?”, me preguntó. Se fue. Se enfadó. Le parecí impertinente. Bueno. Pensé, yo tenía que intentarlo.
Pablo llegó por fin a Benaoján. Era otro hombre. Recompuesto. Fuerte y animado. De mirada alta y resuelta .Como es él. El cielo había abierto. No hacía tanto frío. Clareaba. Qué alivio más inmenso verlo llegar sonriendo, tan entero. Tan él. Comió. Bebió. Nos abrazó. Sentí su calor con alivio. Se fue. Y cuando se hizo pequeño en nuestros ojos, proseguimos Maya y yo. Hasta la siguiente parada. Y luego hasta la siguiente. Y así hasta el final.
En Villaluenga (kilómetro 115) mi amigo el suizo, después de ir encontrándonos con él de avituallamiento en avituallamiento, después de haberle pedido perdón (no era mi intención serle impertinente), y de haberle ayudado a alguna que otra cosilla miserable (llevarle caldo, acercarle una silla…), ya sin que lo esperara, me regaló su bastón. No recuerdo su nombre (eso me apena), pero nunca estaré suficientemente agradecida a su gesto, que fue para Pablo providencial para acabar con solvencia la carrera.
Podría contaros todos y cada uno de los detalles. Qué ocurrió. Cómo íbamos Maya y yo por esas carreteras de maravilla llenas de curvas, cómo lo esperábamos, cómo dábamos el parte de lo sucedido a los amigos a través del teléfono. Podría contaros muchas cosas, pero sólo me detendré en lo extraña que se me hacía su concentración, su seriedad, su parquedad debida a su determinación en la carrera. Me perturbaba su silencio. Es el silencio concentrado del guerrero que guarda sus fuerzas para su tarea próxima. Allí entendí que hay una complicidad buscada en permitirnos esa soledad acompañada. Hay que dejar hacer. Dejar respirar. También hay que saber acompañar desde atrás. En silencio.
Así, hora tras hora, de enclave en enclave, íbamos Maya y yo animando, corriendo, esperando, encontrándonos una y otra vez las mismas caras de los mismos corredores, que nos servían de referencia para calcular cuánto le quedaba al nuestro para llegar.
Una tras otra, pasaron las etapas. Lo vimos mejor. Lo vimos peor. Le gritábamos. Le dábamos toda la energía que éramos capaces de darle. “¡Venga Pablo. Venga Papi, venga. Venga!”.
Nuevamente ya en Prado del Rey, donde se situaba la meta, estuvimos esperando mucho rato. Cenamos, paseamos. Hacía un frío recio, con viento y con frío, y nos refugiamos en un bar de ventanas grandes, para verlo llegar desde allí dentro, al calor de las paredes. Llegó antes de lo que lo esperábamos. Como un bólido, con zancadas amplias y frescas, con su correr elegante. Con sus ojos, más claros y resueltos que nunca bajo la luz franca del frontal. Corrimos Maya y yo, casi sin tiempo para salir del bar, confiadas por mi cálculo erróneo en que aún le faltaba un poco. Y pasó. Como una exhalación. Y salimos tras él corriendo, con mil cosas en las manos mal sujetas, tropezando. Y lo llamamos, y nos vio, y corrimos con él. A su lado. A ritmo: un ritmo imposible tras 155 kilómetros superados. A los pocos metros yo quise que ambos, padre e hija, entraran juntos. Ellos. Me retiré porque quise ser generosa. Porque yo quería estar a su lado, pero quise dejarles ser uno, compartir algo grande, los dos juntos. Y lloré, mirándolos entrar. Lloré (un poquito) mirando desde lejos a ese hombre tan fuerte, y de corazón tan grande, al que tanto admiraba y amaba, entrar, tras casi 29 horas puesto a prueba, por el arco de una meta que demostraba que se puede hacer uno grande ante el dolor.
Y fui feliz.
El resto es historia: Pablo me llamó por el micrófono del speaker. Y yo acudí. Cansada. Emocionada. Confundida por el ruido y por la luz. Confundida aún más al verle arrodillarse y mirarme a los ojos, y pedirme, con el corazón entre las manos, que compartiéramos el resto de nuestras vidas.
Y yo dije que sí. Sí a ser una familia (como ya éramos), y a construir juntos nuestras vidas. Los tres. Con kilómetros y kilómetros de historia por delante. Cómo decir que no. Claro que quería, Pablo. Claro que quiero. Con vosotros.
No son solo los entrenos, las salidas, las carreras. No es solo ir poniendo un pie detrás del otro. No son solo kilómetros y desniveles a deshoras. Correr es más que correr. Es mucho más que correr. Correr es también un modo de construir historia en los demás. Con ellos. En ellos. Y seguir.