Una de las imágenes más llamativas en los 101 kilómetros de Ronda fue la de SuperPaco, un "chaval" de 77 años que es finisher de la prueba cada temporada, con su camisa de agricultor, sus pantalones de tergal, su vara, su sombrero de paja y su puñado de frutos secos para alimentarse en carrera.
La fotografía me recordó a uno de mis compañeros de correrías de cada verano por las trochas, sendas y barrancos de la serranía de Cuenca. Se llama Virgilio, ronda los 80 años y muchas mañanas me espera en la puerta de casa para hacer nuestra particular sesión de trail running. Lo digo porque parece que el trail running es un invento de ahora, pero el monte siempre estuvo ahí, igual que siempre hubo Virgilios y SuperPacos dispuestos a patearlo de arriba a abajo.
Como yo salgo vestido de trailrunner es inevitable que haga la comparación de su indumentaria con la mía: mi visera de secado ultrarrápido contra el sombrero de paja de Virgilio. Mi camiseta de tejido inteligente contra su camisa. Mis mallas de compresión contra sus pantalones de vestir. Mis zapatillas galácticas con suela Vibram contra sus alpargatas de esparto. Mi mochila de última generación contra su bolsa de plástico con dos bocadillos que nos prepara la Tere -su mujer- y la bota de vino. Los bocatas y el vino son nuestras barritas energéticas y nuestra bebida isotónica. Me ahorro los bastones telescópicos de fibra de carbono, pero podría llevarlos frente a la vara que un día talló Virgilio con su navaja y que, después de muchos años, sigue dándole servicio. Me miro en él y en el fondo, somos lo mismo, sólo que Virgilio va sin tanta tontería.
No hablo ya del GPS, que lo llevo y lo conecto, porque cuando le pregunto que cuantos kilómetros cree que llevamos, lo clava. Un año le regalé un podómetro por no complicarle la vida con los botones pero sospecho que no lo ha usado nunca.
Y con esas, nos echamos al monte. La única concesión que Virgilio hace a la modernidad es permitir que guarde la bolsa de plástico en mi súper mochila ergonómica. Pero alguna ruta hicimos al principio con la bolsa en la mano. Nos pegamos una buena kilometrada, campo a través, arriba o abajo, y jamás lo he visto desfallecer o caer o resbalar en alguna de nuestras trepadas. La suela de esparto le funciona con eficacia y la vara es un punto de apoyo infalible. Vamos donde nos parece, sin una cinta amarilla que nos marque el camino, nos avituallamos donde nos da la gana, sin que haya un puesto de control con banderas de una multinacional ofreciendo un mejunje. La única condición es que tenga sombra y una piedra para sentarse. Sacamos el bocadillo, que no es más que un poco de hidrato de carbono con proteína, y le damos un tiento a la bota. Si se tercia, lavamos un tomate en el arroyo más cercano y lo abrimos por la mitad. De vez en cuando, Virgilio se para, mira alrededor y suelta su frase favorita: "Esto da gloria", el equivalente al "esto es la hostia" cuando en la Transvulcania llegas al Roque de los Muchachos.
Me resisto a creer que lo que hacemos Virgilio y yo no es trail running -a nuestra manera- y que no estaba inventado antes. Los paralelismos son muchos: vara-bastones, sombrero-gorra, bocadillo-barrita, esparto-Vibram, GPS-intuición y, desde luego, monte, monte y más monte.
Después de alguna de esas correrías, aprovecho la tarde para seguir activo. Un día, volvía yo en bicicleta y, a lo lejos, por el arcén, a unos 7 km del pueblo, reconocí la figura inconfundible de Virgilio, por la vara y por su andar vigoroso. Cuando llegué a su altura, me paré: "Pero bueno, Virgilio, ¿qué haces tú por aquí?", "Es que por las tardes también salgo", me contestó. Acabáramos. Lo de entrenar en doble sesión también lo inventó él.