En un texto anterior dejé entrever mis vicisitudes con la alimentación. Hoy he almorzado un plato de macarrones. 120 gramos de producto seco (lo que pese ya hervido). Le he echado tomate natural. Y mejillones. Nada de particular, excepto por el hecho de que llevaba 20 años sin probar la pasta. Ni el arroz. Ni las patatas. Ni las legumbres.
Me considero una mujer inteligente. Como todos, sin embargo, tengo mis golpes en la cabeza. Y resulta que fui de adolescencia recia (un modo de decir que en aquel entonces me sobraban kilos). En aquel tiempo, yo era una violinista entregada y mis ocho o nueve horas de dedicación diaria a la música no me las quitaba nadie. Claro, la cosa no daba para integrar el concepto de deporte-salud a mi vida. Y mis hábitos de alimentación no eran del todo aconsejables. De modo que, con mis 158 centímetros de altura, y mis dieciséis años, llegué a pesar 60 kilos. No era cabalmente un sobrepeso de morirse, pero yo era una adolescente en extremo autoexigente y perfeccionista, capaz de repetir escalas y arpegios hasta verme sangrar los dedos. ¿Cómo no iba yo a pedirme cumplir un canon más? Y recordemos que los noventa no fueron precisamente de canon fácil. Así, en este ambiente de responsabilidades y exigencias desmesuradas, mis ansiedades me atacaron al estómago, y los médicos me diagnosticaron un síndrome de intestino irritable, plagado de ardores, malas digestiones, y episodios distintos de vómitos y malestares (por no ser más precisos). Y todo se juntó. Comencé a comer menos. Desterré cosas que me sentaban mal (fritos, embutidos grasos, comidas pesadas…) Y el espejo me comenzó a devolver otra imagen. Una imagen que, por primera vez, sin derrochar narcisismo, me gustaba. Me apetecía mirarme. Me veía bonita. Y resulta que en esas circunstancias, relacionas tus nuevas buenas sensaciones a tu pérdida de peso. Y concedes la existencia de una causalidad directa, diáfana (perversa) entre ese perder peso y ese bienestar. Y además te informas. Y te dedicas a leer. Sobre calorías. Sobre hidratos. Sobre proteínas. Lees todos los libros exitosos de la época (la Zona, Atkins, paleodieta…) Y decides que “nunca más” quieres volver a ser así. Con lo que cueste. Aunque nunca vuelvas a comer un plato de patatas. O de arroz. O de unas humildes lentejas, porque, según había leído, los carbohidratos eran el origen demoníaco de todos mis males. Y así forjé un yugo más sobre mis hombros, que, por desgracia soy muy capaz de sobrellevar: ese es el problema de las personas con determinación. No siempre esto es una virtud.
“Siento que soy una gorda contrariada, y que me mantengo en un peso normalizado porque me privo”
Comencé a estar delgada. Llevo 20 años delgada. Pero yo nunca he pensado que soy delgada. Siempre he sentido que mis genes me acechan. Que mi peso es una herencia familiar contra la que lucho. Siento que soy, (valga la expresión, que es solo hiriente conmigo misma, pues solo a mí me sirve), “una gorda contrariada”, y que me mantengo en un peso normalizado por que me privo.
Aún hoy, la creencia de que mi forma de comer nunca podrá ser normal me acecha. Y los que me han conocido, me han querido, y me han aceptado. Pero también me han avisado, en diferentes términos, sobre mi error. Sobre lo que esos desequilibrios le hacen a mi cuerpo. Y, durante mucho tiempo, aun siendo consciente plenamente de lo desajustado del planteamiento, yo he elegido mantenerme en mi disfuncionalidad.
Por aclararlo, dicha disfuncionalidad consiste en raciones pequeñas y ausencia de ciertos alimentos (como antes he dicho, fundamentalmente hidratos) Nunca, lo aclaro, he dejado de comer. Y una vez que adelgacé, me reconocí delgada. Y me gusté. Por eso hablo en sentido amplio y difuso de disfuncionalidad. Y no uso etiquetas de trastornos concretos.
A todo esto, con los años, voy y me vuelvo deportista. De deportes de fondo, nada menos. Y empiezo a hacer carreras. Cortitas al principio. Y luego voy y me paso a las medias maratones. Y llego incluso a hacer una maratón. Y ahí voy. Con mis entrenos, con mis descansos, con mi fisio, con mis estiramientos… y con mi alimento deficiente. Además, tirando día a día desde las seis y media de la mañana. Con la vida normal de alguien que intenta ser eficiente y dar lo mejor de sí en lo que hace… y la vida agota, como todos sabemos.
Tras esa subida al Calar de la que hablaba en el último post, con mi marido, con mis amigos, sentí la desmembración pura de mi cuerpo. Sentí que no podía dar zancadas. Sentí que si en ese instante preciso, la vaquilla noble que me miraba decidiera ir a por mí, no podría sino abrir los brazos y dejarme hacer, y dejarme cornear. Sentí que bastante cerca estaba de poder afirmarme cadáver semiandante. Y cuando acabamos esa salida, que fue en verdad de una belleza excepcional, me dolió el velo autoimpuesto de negarme vida, de negarme la vida que está en el alimento. Me sentí vedada y huérfana. Y sentí que mi risa sonaba como en tercera persona. Y que estaba allí pero no estaba. Estaba a medias. Y entonces, como ya otras veces había entre hecho, formulé en voz alta mi pensamiento, ante mis amigos, para hacerlos testigos de aquello, para no poder echarme atrás: “no como lo suficiente”, dije.
“Me decidí a comprender que sin comida no hay cuerpo, y no hay por tanto risa, no hay monte, no hay aire, no hay ganas, no hay vida…”
Tengo una relación totalmente desnaturalizada con la comida. No me la pide el cuerpo. Tengo una sensación perpetua de no-hambre, de acto social cuando como, porque comer es normal, y no comer no es normal. Y sé que esto me hace daño. Lo sé desde hace mucho, pero aquel día, decidí que no podía no ser así. Me decidí a comprender que sin comida no hay cuerpo, y no hay por tanto risa, no hay monte, no hay aire, no hay ganas, no hay vida…
Y comprendí, después de tantos años, yo, que me considero una mujer inteligente, la obviedad de que sin alimento no se avanza. Que los tejidos no se regeneran. Que no se nutren. Que el corazón de uno se convierte en terciopelo ajado…
Pueden explicarte tantas veces qué haces mal… Pero a veces de veras que entiendes muy cabalmente la razón que se te enuncia y la aceptas sin ambages. Pero la temes. Porque sientes que infligirte esa penuria es un modo de autocontrol. Y temes el descontrol.
Solo puedes aceptar la verdad que se te propone si estás dispuesto a entender que la vida es un fluir. Si estás dispuesto a entender la naturalidad del existir: de respirar, de dormir, de comer… Nos exigimos tanto, que a veces sometemos nuestros actos más instintivos al rasero tiránico del control. Y vamos, poco a poco, agrisándonos. Mecanizándonos. Desnaturalizándonos. Y exigiéndonos encajar en lo que las pupilas ajenas esperan. Aun a costa de nuestro dolor. O de nuestra salud…
Mi plato de pasta estaba mal cocinado porque me lo he hecho yo. Y no me gusta cocinar (supongo que no le he podido poner nunca amor a algo que me ha resultado siempre una amenaza). Pero me ha sabido a gloria. A gloria bendita. Tanto, que me he quedado dormida, sosegada. Satisfecha…
Quizá a mis 36 años, cuando he alcanzado una felicidad tan pura, tan verdadera, tan hermosa en mi espíritu a través de tantas cosas y también del trail, me ha llegado la hora de equilibrar mi cuerpo, de dejar de castigarlo. De honrarlo como merece. Por tanto que me da y por tantos sitios a los que me lleva. Por ser, al fin y al cabo, el hogar en el que habito.
He hablado con muchas mujeres (sobre todo mujeres) en petit comité de estas cosas… muchas me han reconocido tener golpes en la cabeza similares… Me cuesta publicar este post. Pero si a mí misma, por no ir más lejos, el artículo de Nerea Martínez sobre este asunto me hizo en algún sentido despertar, quién sabe si estas palabras pueden hacer un algo de bien. Aunque sea a costa de un poco de mí misma. En fin. Eso no me da miedo.